Existe un momento en la vida de todo calvo en el que el azar lo pone frente a un juego de espejos -generalmente en un vestier o en una peluquería- y de sopetón descubre que su coronilla se ha desentejado y así comprueba que donde inocentemente creía portar pelo no hay más que una tonsura franciscana cero kilómetros.
Este traumático momento que marca nuestro debut como calvos -luego viene la admisión en el capítulo de la liga de alopésicos más cercana, pero ese es otro cuento- fue el que vivió en 1984 Alberto Casas y que narró con lujo de detalles en esta columna publicada en la Revista Millos. Por esa época, hay que aclarar, también gastaba abolengo como uno de varios notables que el gobierno convocó con la única misión de unir a las fuerzas vivas del país en pos del, como hoy, anhelado regreso a un Mundial.
El caso es que, viéndose corto de tema, suponemos, y con la hora de cierre a milímetros de la nuca, el carismático periodista, decidió abrirle su corazón a los lectores y en un ejercicio de aceptable filigrana con prudentes dosis de humor cachaco envolver con intrascendentes divagaciones futboleras el relato del drama que entonces vivía y que tenía que dejarlo salir antes de que siguiera quemándolo por dentro, como lamparazo enrevesado.