El último argentino de selección que pasó por Millonarios

No fue como muchos creerían, Sergio Goycochea el último argentino que después de vestir la azul de Millos se puso la azul celeste de la selección de su país.

Fue Leonardo Sebastián Prediguer, quien hizo parte del plantel profesional azul en 2007, pero sin llegar a jugar un solo minuto, de ahí que la anterior afirmación pueda ser objeto de fundados cuestionamientos de puristas y leguleyos. Los mismos que mencionarán a Hugo Morales, pero es que él fue seleccionado antes, mucho antes, diez años antes de llegar a Millonarios.

Pataleos aparte, esta historia comienza en enero con la Copa Ciudad de Santa Fe (Argentina) que disputó el equipo entonces dirigido por un Juan Carlos Osorio todavía sin adaptarse del todo al ecosistema futbolero local tras su larga estadía en Inglaterra: construía frases en inglés, se le colaban no pocos anglicismos y algunos todavía lo llamaban el ‘mister’.

En el equipaje, acomodado junto a los ocho goles en dos partidos que le metieron al ‘embajador’ se coló Prediguer.  Por qué terminó ahí es una pregunta que sigue sin resolverse.  Tal vez desde muy chico ‘Sebas’ fue un secreto pero riguroso e intenso admirador de la cultura muisca y quería a como diera lugar vivir una temporada en los otrora dominios del Zipa; quizás en su fuero más privado escondía un publicista y sabía bien que en tierras muiscas su aspecto y, sobre todo, su acento equivalen a un doctorado en este campo cursado por un criollo. Pero la versión que más fuerza cobró entonces fue la de que se trató de un capricho. Pudo haber sido de Juan Carlos López, el entonces presidente de Millos,  o de su hijo o, por qué no, de su esposa.

Lo cierto es que la inactividad del argentino, que estuvo todo un semestre sin si quiera poder sentir en su coxis la firmeza y textura de las sillas en fibra de vidrio que para entonces estaban instaladas en los bancos del Campín. Nada. «Ese mono yo no lo pedí entonces que pasee, que conozca el Museo del Oro, que si quiere que lo lleven a Andrés y bien pueda emborráchese porque igual no lo voy a poner», pudo haber dicho Osorio.  Ni que le dijeran que el pibe venía de ser jugador de la sub20 de su país le sirvió al carismático pero impredecible estratega.

Terminada su estancia tipo intercambio estudiantil en Bogotá, Prediguer regresó a Colón, donde descolló. Tanto, que dos años después estaba instalado en el Porto con la carta con la que la Afa le comunicó a su club la convocatoria a un amistoso de la selección de mayores contra Panamá enmarcada en el hall de entrada de su apartamento portugués.

Tras el destello, el declive paulatino, como dirían en Instagram, la muerte lenta. De Porto a Boca, de ahí Cruzeiro, regreso a Colón y recarga de fondos en Baniyas de la enigmática liga de los Emiratos Árabes -hay certeza de la existencia de las cuentas bancarias de sus equipos, pero a la fecha no hay registro audiovisual de partido alguno- tras ella su carrera adquirió un sabor eminentemente orgánico y local, pero sobre todo local, con pasos por Estudiantes de la Plata, Belgrano y Newells,  equipo que fue trampolín para dar el salto a San Martín de Tucuman de la Primera B Nacional.

El Embajador de la India reloaded

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Así jugaba Perrault: no le pegaba a la pelota. Solo al agua

Aporte de @guilloarango

La historia data de 50 años atrás. Jaime Flores apareció un día en Neiva y a las dos horas ya era ensalzado con homenajes y premiaciones. Las atenciones sobre su figura no eran menores. Gobernación y alcaldía estaban convencidas de que en su tierra, en la siempre querida Neiva, estaba de visita el Embajador de la India.

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Ambos, tanto Flores como Perrault, eran hombres místicos

Con mochila en la espalda, medias usadas guardadas en bolsas del Ley para hacerle una encerrona a la pecueca, sudor axilar profuso y pinta ganadora apareció Charles Philippe Perrault, galán con ínfulas de jugador de fútbol que llegó a las bellas tierras huilenses con un solo objetivo: triunfar en el disparejo césped del Guillermo Plazas Alcid.

Ningún empresario lo trajo -o al menos no se tiene información sobre ello-. ¿Cuáles eran sus credenciales para ganarse un lugar en la titular? Canadiense de nacimiento, había hecho sus estudios en la Universidad de Montreal y cuando las fiestas de la fraternidad Lambda Lambda Lambda le dejaban un tiempito libre, defendía la camiseta del EDO Griffons AA. Sus números eran flacos como su bolsillo: marcó dos goles en once juegos en una categoría más amateur que la selección de Tahití.

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No hay inmunidad diplomática que valga a la hora del festejo

No era todo: varios estudios fotográficos lo acompañaban, como si se tratara de un modelo famoso, y él los exhibía entre quesillos y achiras comprados en el terminal. Dice la leyenda que no acumuló muchas horas de vuelo en los entrenamientos del Huila, pero que sí granjeó experiencia sin igual en la noche discotequera, donde bailaba como Fred Astaire.

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Otra similitud entre ambos: les gustaba ver sus pies arrugados por el agua de las piscinas

Un día su rastro desapareció. Se fue de nuevo con su mochila, su pecueca y sus quesillos a otro lugar del mundo. Eso sí: en el recuerdo quedó su imagen con la camiseta número 16 del Huila que, por decisión de la directiva, fue retirada en homenaje a este forastero que de nuevo comprobó que un rayo puede caer dos veces en el mismo sitio.

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Luis Avelino Ceballos

Seamos justos: ha habido peores que él. Llegó para el segundo semestre de 1994 con aceptables credenciales: aseguraba haber sido escogido como el mejor volante de su país, Chile, en 1993.  Con pasos por Cobreloa, O’Higgins y Colo Colo, venía de hacer pretemporada con el Necaxa donde, dijo, «no llegamos a ningún acuerdo económico».

Llegó a un Santa Fe que, patrocinado por Konga, se salvó por un punto del descenso que en esa época era directo. Mostró uno que otro chispazo en la cancha, pero sobre todo en los micrófonos: «Creo que los niños deben conocer la filosofía de El Principito, porque es todo un legado de enseñanzas sobre la vida. Es una de las obras que construye y fortalece los valores humanos. Cuando la leí, sentí que aprendía lo necesario para defenderme en la vida», declaró a la revista del club.  Una lástima que las enseñanzas del precoz personaje de Saint-Exupéry no le hayan servido a la hora de defenderse del hampa bogotana que, junto con Elías Correa, lo llevó de city-tour por algunos selectos cajeros de la ciudad pocos días después de haber desembarcado.

Ceballos, incómodo, hace cuentas de cuánto le representó para sus finanzas el recorrido por Bogotá en la modalidad de paseo millonario.

Pero el affaire «Principito» no fue la única vez que se destacó por su manejo de los micrófonos. Días después en una entrevista concedida a Deporte Gráfico pidió al periodista que titulara la nota «El chileno mágico». «Así me decían en Chile, porque dentro de la cancha siempre hacía alguna genialidad con el balón», explicó sin pudor. El reportero, que en el fondo de su corazón ya presagiaba la aparición once años después de un espacio como este, le hizo caso, pero no porque pudiera dar fe de sus condiciones,  sino pensando en el divertimiento de futuras generaciones. Fuentes en Chile aseguran que sólo a partir de ese artículo a Ceballos se le conoció bajo ese remoquete.

Facsímil del artículo con el que Ceballos se autodenominó el "Mágico", apodo con el que pavimentó su trayectoria de ahí en adelante.

Después de Santa Fe hizo escala en Universidad Católica, Everton, La Serena y Huachipato, entre otros.  En todos los equipos en que estuvo desplegó su magia. Magia que, como todo lo esencial, era invisible a los ojos.

Pablo «Sansón» Abdala

Ricardo Lunari no solo le dejó gratos recuerdos y un subtítulo a Millonarios. También a Pablo Abdala, amigo personal del rosarino. La historia es bien singular. En su mejor momento, cuando el talento que desplegaba cada domingo lo elevó a la feliz categoría de Dios (e) azul, Lunari, seguramente consciente de que nada de lo que pidiera le sería negado, decidió recomendar traer de refuerzo a su compadre. Dicho y hecho, al mono había que complacerlo, días después del vistobueno de Ricardo, Pablo desembarcaba en Bogotá con una frondosa melena que denotaba una intensa -y seguramente secreta- admiración por Carlos Valderrama.

Tuvo suerte Abdala -que había militado antes en Rosario Central y en San Marcos de Arica-, pues llegó en tiempos de vacas gordas, fueron unos meses -de esos que poco se han visto en las últimas décadas por las toldas azules- en que todo salía, todo era armonía, tanto que hasta él encajó, rindió y celebró con su carnal el subtítulo de 1996. A esa altura, ya había decidido  reinventarse y rebosante de amor propio se despojó de la melena (fuentes poco confiables aseguran que se trataba más bien de una peluca del Pibe  y que fue sólo cuestión de quitársela y botarla a la caneca).

Como es bien sabido, Lunari fue pronto requerido de nuevo por la Católica de Chile y no pudo permanecer con el equipo de Prince. De nada sirvió la colecta que de muy buena fe hicieron los hinchas (confiamos en que pronto, vía wikileaks, se conozca el destino que tomó ese dinero). Pese a la partida de su mentor en canchas colombianas, Abdala -insignia de la selección palestina junto a José Simhon– decidió permanecer.

Abdala, despojado de la peluca.

Pero por desgracia, en lugar de forjar con buen rendimiento un nombre y lograr así un lugar en el corazón de los hinchas, Abdala fue víctima del efecto Sansón y pronto entró en declive. Su logro más destacado en el semestre siguiente fue haber hecho parte del paquete de cuatro díscolos que Rafael Sanabria expulsó en un clásico capitalino en que Millonarios, con siete, perdió 0-1 frente a un Santa Fe con nueve (gol de Cristopher Moreno en el minuto 8 del segundo tiempo).

Fue licenciado días después en una de tantas podas que suele haber en Millonarios y abandonó el país. Regresó a Chile donde fue una especie de Ricardo Lunari -no tan fugaz, eso sí- de Cobreloa. Y con melena, cómo no.

Abdala, en sus días de mechas y gloria en Cobreloa.

Prisciliano González

Prisciliano y su aire de troll.

Nunca hay que dejar al libre albedrío dirigencial las decisiones de comprar futbolistas para el equipo. Eso tiene que ser tarea del entrenador. De lo contrario, si no hay un tatequieto, puede que le lleguen al técnico de ocasión con Prisciliano González bajo el brazo.

¿Cuando se va a fichar un futbolista qué es lo que se busca en realidad? Que haga goles, o que los evite. Y de ahí comienza la división de labores. Las prioridades de los clubes pasan por tener un delantero implacable en el área, un portero que se juegue la vida atajando balones imposibles, luego puede ser un volante creativo, un cerebro que le dé orden al juego ofensivo y finalmente un zaguero central que se encargue de controlar la zaga son las grandes prioridades de los equipos en torno a la vinculación.

Por eso la pregunta: ¿Uno para qué quiere que a su equipo venga un lateral izquierdo desde Paraguay, que mide 1.64 y cuyo nombre es Prisciliano? El paladar de los hombres encargados de los fichajes en el Cali en 1998 no se puede explicar ni con los agentes Mulder y Scully porque no hay archivo X que aguante semejante disparate –a menos claro, que se trate de buscar en ese puesto un reemplazo a Luis “Morumbí” Zapata, ahí sí es válido-.

Pues el petiso Prisciliano vino a Cali con las esperanzas de hacer historia en su puesto. Y a fe qué lo hizo. Se comenta por los bajos del estadio Pascual Guerrero que el diminuto lateral fue modelo para un artesano que vendía pulseritas en la Loma de la Cruz. Cuando el mucharejo hippie y con ganas de rebuscarse la vida vio la estampa del aguerrido guaraní, pensó que tenía todo el tiempo disponible –los hippies no hacen nada, salvo bailar mirando al cielo- para hacer realidad un proyecto que había frenado hacía muchos años por… ser hippie: crear un muñeco navideño amigable, cariñoso y sin igual que pudiera animar los alumbrados de su ciudad y que fuera la sensación en épocas de la feria de Cali.

Entonces el fanático de Cat Stevens y el sándalo se dirigió raudo hacia la sede social del Deportivo y logró ingresar a pesar de su maltrecho aspecto. Fingió ser periodista y pidió la ficha técnica del paraguayo que, inocente, jugaba en las prácticas por la banda izquierda y recordaba que empezó su carrera como delantero en el Club Capitán Figari del ascenso de su país pero que por su poco virtuosismo en las 18, terminó siendo el 4 ideal para su equipo.

El hippie dedicó horas de su ocio –las 24 para ser sensatos- en la hechura de un muñeco frágil pero candoroso. Una especie de “Troll” criollo. El hippie se iba al estadio religiosamente cada fin de semana, no  para ver al verde (era hincha del Cortuluá), sino para seguir el pelo ondeante y las cómicas despaturradas de Prisciliano por la banda izquierda.

Cada día el destino de ambos protagonistas estaba más alejado, era inversamente proporcional. Mientras el muñeco de hule ya iba tomando forma, el de carne y hueso parecía irse derritiendo en cada pique infructuoso hacia la ofensiva. Y el Cali también iba en picada porque Prisciliano y Lorenzo Carlos Ojeda, los jugadores vinculados en ese año eran un fracaso.

Poco a poco, el guaraní fue perdiendo espacio valioso en la titular de su equipo, sobre todo tras la llegada de José “Cheché Hernández el Cali empezó a jugar con tres defensas en el fondo. Prisciliano pronto empacó maletas y el Cali gritó campeón venciendo al Caldas en la final de ese año. Los memoriosos recuerdan que mientras caían maizena y huevos en la celebración del título, cada automóvil de la ciudad llevaba colgado en el espejo un troll con la camiseta del Cali, llamado “Prisciliano”.

De Prisciliano nada se volvió a saber –del de carne y hueso-. Del hippie sí; ya se baña, usa Armani y le encantaba ir a charlar con José Pardo Llada en el Club Colombia.

Texto tomado del libro «Bestiario del balón. El lado B del fútbol colombiano» Aguilar, 2008.

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Mochileros II: por la senda de Ce Clei

Helinho, llamando la atención del camarógrafo en la tribuna.

Promediando 1995 dos jóvenes aventureros decidieron en algún lugar de Brasil hacer maletas y emprender un viaje por el continente americano con Alaska como destino final.

Más de diez años después, la hinchada de Millonarios tuvo noticia de la llegada repentina al plantel profesional de dos brasileños sin mayor trayectoria en el fútbol profesional del continente. Respondían a los nombres de Helinho y Denilson. Una vez desempacaron y le contaron a los periodistas los pormenores de su llegada, muchos vieron en ellos a los herederos de sus compatriotas que hace diez años supieron hacer historia, a su manera, pero historia al fin y al cabo en Millonarios.

Contaron que después de una larga travesía con escala en  equipos de fútbol ecuatorianos (no se sabe si profesionales, aficionados o de rodillones) habían logrado llegar hasta el Canadá (a diferencia de sus antecesores, ya sin cinco en Bogotá, estos seguramente sí incluyeron en su equipaje una calculadora Sankey para llevar bien las cuentas y optimizar recursos pudiendo llegar hasta mucho más arriba). Estando en Toronto, y aquí es donde hay un bache en la historia, fueron a dar al equipo de fútbol amateur «Portugal F.C.» conformado, suponemos, por los hijos de los empleados del consulado portugués en esta ciudad canadiense.

En esas estaban cuando Millonarios fue invitado a esta ciudad a disputar un partido amistoso contra el Barcelona, pero no el Henry, Pujol y Messi, sino el de Guayaquil.

No sé sabe muy bien cómo ni en qué escenario -algunas versiones sugieren que coincidieron con el plantel azul en el bus que los llevó a las cataratas del Niágara, mientras que otras, más perspicaces, hablan de mesas compartidas en la velada postpartido en algún rincón de la noche torontoriana- los dos jóvenes supieron hacer buenas migas con Luis Zapata, Óscar Córdoba y el resto de muchachos. Tan bien calaron en el grupo, que una vez llegada la hora de regresar a Bogotá y con la actitud del niño que se encariña con un cachorro en un paraje campestre, las cabezas visibles del equipo le imploraron a los directivos incluir entre los viajeros a los dos simpáticos cariocas ansiosos de, por un lado, probarse como profesionales y por el otro, de acelerar su regreso a casa. Generosos como siempre, los directivos azules accedieron a la petición del plantel, y tanto Helinho como Edilson aterrizaron en Bogotá con el resto del equipo.

Después de varias semanas en las que no se sabía muy bien qué hacer con estos exóticos souvenires, la Dimayor, algo confundida pues se tratataba de jugadores amateur a prueba foráneos, estatus no muy común el medio, autorizó su inscripción. El primero en debutar fue Denilson. Y vaya debut. Le correspondió hacerlo contra Nacional, en un estadio El Campín lleno a reventar. Presa del nerviosismo, el carioca no supo desenvolverse con la misma soltura que se le vio en el partido de banquitas que disputara en la recepción del hotel en Toronto como requisito final para confirmar su inclusión entre los viajeros.

Varias semanas después el turno le correspondió a Helinho. El marco era diferente, en el estadio no había más de 10.000 personas y el rival era el Deportivo Pasto, equipo sin los mismos pergaminos de los verdolagas. Comenzó el partido e inmediatamente se le vieron al debutante ganas de tragarse entera la cancha. No había balón que no corriera, rival que no presionara. Su entrega era total, era tal su compromiso con el equipo que hasta se las arregló para ganarle la espalda a un recogebolas.

Tanta enjundia se vería pronto recompensada: promediando el primer tiempo supo estar bien parado en el área chica y un rebote concedido por el arquero llegó a sus pies. Sólo tuvo que empujarla y después dar rienda suelta a una celebración que inmediatamente evocó aquella de Jesús Difilipe contra el Tolima en 2005.  Minutos después y poseído todavía por la euforia del joven que en cuestión de semanas pasa de turista a futbolista profesional, logró interceptar con la cabeza un centro en el área chica encontrándose el arco vacío del Pasto. Segundo gol para Helinho y euforia total entre la parcial. Ya acostumbrado a la gloria, esta celebración fue un poco más sobria.

El partido finalmente terminaría con un lapidario 4-0 a favor de los azules y al lunes siguiente Helinho ocupó los primeros planos de la prensa que saludaban su ingreso al hall –este sí Mentholyptus- de los ídolos azules recientes en el que ya tienen su lugar Gabriel Fernández, Juan Francisco Hirigoyen y el mismo Difilipe. En las agencias de viajes, por su parte, se celebró el que hubiera superado la hazaña de José Clei Santos de marcar un gol con Millonarios en condición de turista a mediados de 1995.

A las dos celebraciones contra el Pasto se sumaron una contra el Huila, otra contra el Envigado y una frustrada en un clásico después de una bien lograda tijera en supuesto y nunca comprobado fuera de lugar. Mientras Helinho cumplía, seamos francos, con creces el sueño del garoto siendo titular y goleador de un equipo profesional, Denilson -que no pudo demostrar su nivel-  se dedicaba a recorrer los museos y cuando estos se acabaron, los centros comerciales de Bogotá. Dicen nuestras fuentes que no le faltó ninguno: Paseo Real, Starco, Aquarium; cómo sería su desparche que hasta se le vio por el centro 93.

A falta de un partido para terminar el semestre y con la clasificación a los cuadrangulares embolatada, Denilson cayó en cuenta de que tanta emoción en el debut contra Nacional hizo que olvidara recomendarle a los fotógrafos la instantánea para llevarle a los papás. Desesperado, le imploró a Quintabani –técnico azul por ese entonces- que lo dejara volver a jugar. De todas las formas le rogó: que un ratico, que mire que había tomado clases en la escuela de Alejandro Brand, que se había visto toda la Champions, que le creyera que era otro, que lo hiciera por la solidaridad del MERCOSUR, etc. Pero ninguna de estas súplicas le funcionó. Lo que en últimas hizo que Quintabani lo incluyera en el banco de suplentes para el último partido del torneo contra Envigado en Bogotá, fue su desesperación ante el acoso al que fue sometido vía telefónica por los propietarios de locales de Paseo Real (entre quienes el carioca ya era uno más) que querían ayudarlo en retribución por el aumento del 58% en las ventas que registraron gracias a él y a los dólares canadienses que dejó en sus arcas.

El caso es que el colomboargentino accedió y lo convocó. Faltando tres minutos un empate dejaba a Millonarios por fuera de los cuadrangulares. Cuando vio que ya nada se podía hacer y temiendo una arremetida nocturna de los copropietarios de Starco que también se mostraron dispuestos a colaborarle, Quintabani le dijo al brasileño que se alistara. Segundos antes de pararse en la raya, Denilson, que ya había aprendido la lección, le entregó su cámara digital Coby al DT para que “por favor apenas tocara el balón le tomara una foto”. Como era de esperarse, no hubo ni balón, ni foto, ni nada. Viejo zorro, Quintabani tampoco se iba a arriesgara a que la postal de la eliminación azul fuera la del técnico inexplicablemente retratando a uno de sus jugadores en el momento más crucial del partido. De ahí su rostro indiferente ante el reclamo que con la mirada le hizo el veraneante al terminar el partido tal y como lo muestra la imagen.

Denilson, molesto con Quintabani por haber olvidado fotografiarlo.

Dicen que el regreso de vacaciones fue tenso. Helinho estaba molesto porque no le querían cambiar sus goles por pesos colombianos mientras que Denilson no paraba de reclamarle a Quintabani el “affaire Coby”. Peleando por la foto y por la plata andaban cuando les informaron que la institución no se podía dar más el lujo de hospedar a dos foráneos y que debían recoger sus pertenencias y continuar su viaje.

Como consuelo les aseguraron que habían hablado con el Ormeño y que todo estaba arreglado. Tranquilos, empacaron, se despidieron y se fueron. Tarde se dieron cuenta de que el Ormeño no era el bus internacional que recorre el continente, sino el eterno suplente de Zape en la selección.

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José Pablo Burtovoy

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Se bajó rozagante del avión, casi como si se hubiera bañado en una tina con tres pastillas de vigorizante jabón Juno. La prensa aplaudió el «buen lomo» del arquero argentino que llegaba a Independiente Santa Fe como su gran refuerzo en 2006. Más allá de algunas quejas de los pasajeros del vuelo con el gaucho -dijeron que no paró de roncar desde Lima hasta la capital-, algunos hinchas lo vieron como el hombre que se iba a adueñar de la portería roja por largo tiempo: pinta de portero seguro tenía, había estado en una selección juvenil argentina y le había tapado un penal a Chilavert. Con eso ya era suficiente como para apostarle a Burtovoy.

Su figura se empezó a hacer popular en los entrenamientos, donde las hinchas y las periodistas deportivas corrían tras del recio caballero de pocas palabras y rendimiento desconocido. Perfumado con Jean Marie Farina, engominado gardeliano con fijador “Lechuga” y guayos negros, parecía darle ese tipo clásico necesario para un puesto que había perdido su look con guayos blancos, iluminaciones capilares y pantalón de arquero descaderado –estereotipo promulgado por otro compatriota suyo, el recordado Juan Francisco Hirigoyen-.

También su apodo era un clásico: “Astroboy”. Como el dibujo animado que volaba por los aires, así se esperaba que atajara en Santa Fe, pero ah lejos de aquella ilusión. Los santafereños lo recuerdan porque en un clásico que ganaron los rojos 3-2, se excusó con la altura bogotana cuando un inocente pelotazo de Ciciliano le picó sobre su cabeza de extraña forma. Burtovoy se quedó estático viendo cómo la pelota picaba sobre él y tampoco se inmutó en el momento en el que Orlando Ballesteros, sin obstáculo en la portería hizo el gol que desató la furia cardenal y la dicha embajadora.

Así fueron varios los goles recibidos por José Pablo: dejóde ser Astroboy y, víctima del ingenio de oriental general- fue rebautizado con los motes de “Estorvoy” , “Bultovoy” y “Brutovoy”.

Pronto se supo la verdad: había estado en una sub 17 de Argentina… pero de suplente y le tapó un penal a Chilavert… pero le dejó el rebote para que el paraguayo esa tarde hiciera uno de los seis goles con los que Vélez venció a Colón de Santa Fe, el equipo que lo lanzó a la fama.

Ante tantas equivocaciones, pagó una tarjeta de Trasmilenio que lo dejó en el portal de la 170 y abandonó el país con una bolsa de quesillos en hoja y montado en una Van con letrero desconocido, perteneciente a la línea de buses Autoboy.

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Facundo Argüello y el mito de la eterna juventud

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Fue miembro del Millonarios reluciente de Fernando Castro en 2005, ese que supo ganar cinco partidos de manera consecutiva a durísimos adversarios como Envigado y  Huila entre otros.   Dicen que el argentino, de trayectoria en colosos de su país como Instituto de Córdoba, Huracán, Nueva Chicago y Almagro, usaba el truco de la «lengüeta capilar» -timo ideado por los oficinistas calvos que consiste en dejar crecer parte del pelo y cubrir la zona calva con un revés de peinilla- para simular menor edad (ver imagen).

Pero la juventud, en vez de ser su arma para convencer, resultó una contrariedad porque en el vestuario los veteranos se la montaban por ser el «primíparo argentino» y fueron varias las ocasiones en las que «Facu» tuvo que encargar a droguerías vecinas, tarros de crema cero para curar la irritación que dejaban los fuetazos que sus compañeros le pegaban con las toallas cuando salían de las duchas.

Es que el truco del pelo estaba tan bien montado que al verlo, hasta el sub 18 pensaba: «qué lozanía la que tiene este muchacho». Pero claro: a la «mascota» del equipo se le quiere y protege, pero también se le cobra derecho de piso. Una tarde, cuentan los avezados periodistas que cubren los entrenamientos de doble jornada, afirman que el plantel le escondió el único par de guayos que tenía sobre el techo de la cafetería de la sede campestre ubicada en la autopista.

Además dicen que Argüello, desconocedor de las rutas bogotanas y con afán de encontrar sus guayos Fasttrak, salió a pie del campo de entrenamiento, llorando como un niño, a las diez de la noche, cinco horas después de terminada la práctica, luego de encontrar sus zapatos. Un amable conductor de grúa que lo vio en la berma de la autopista lo recogió conmovido y le dijo: «mijito, ¿quién es su acudiente? usted está muy chiquito para estar por acá callejeando».

http://expositoryessaywriting.com/

Hizo dos goles (uno en un 3-3 ante Quindío en Armenia y otro en un 2-2 frente a Pasto). Los directivos decían: «este pelao la está embarrando mucho para tener apenas 15 años, pero es joven. Tengámoslo unos tres años más para que coja confianza y experiencia y lo vendemos a Europa. Nos vamos a tapar de plata».

Sin embargo, un día se cayó la mentira: cuando iba a ser inscrito como el «pelao de la norma», se asustó y más, en el instante que un comunicador encontró sendos frascos de Pantene y Regaine en su maletín -nadie preguntó por qué estaba esculcando el periodista la maleta de Facundo, pero igual se reveló todo-

Desesperado de tantas mofas sufridas, Argüello se reacomodó el pelo y mostró entradas dignas de Jota Mario Valencia. Gritó «¡Sí! ¡Soy un viejo! ¡No se habían dado cuenta, idiotas!

Todos se miraron y no podían creerlo. Facundo ya estaba coqueteando con la crisis de los 30 y no estaba para niñadas. Por eso se fue, con un combo infantil de Cali Vea bajo el brazo y el rumor de que sería extra en Benjamin Button y de que su fichaje para el Deportivo Vida de Honduras estaba listo. Solamente se cumplió la segunda.

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Leo Fernández

Contribución: «Il Bambino»

Tras la inolvidable final de diciembre del 2004 Nacional quería asegurar el único talón de Aquiles que le quedaba: el arquero, pues Milton Patiño se destacaba por sus ceñidas prendas, pero no por ser prenda de garantía y la juventud de Andrés Saldarriaga sembraba nervios entre cuerpo técnico y directivos. Fue así como llegó Leo Fernández, el arquero argentino nacionalizado boliviano. Por su aspecto, me recordó aquellos gorditos que en mi infancia tenían que ser los dueños del balón para poder hacerse a un lugar en el equipo del barrio. Más aún: me recordó aquellos gorditos que, no obstante fueran los dueños del balón, estaban condenados a ser arqueros muy a pesar suyo.

Llegó tarde como casi todas las contrataciones foráneas del verde. Por lo tanto, no pudo debutar contra el América, primer partido del año. En lugar de eso se fue para la barra situada en la tribuna popular sur del Atanasio junto con Chicho para ser presentado en «sociedad». Más allá del marcador, lo anecdótico fue que dos jugadores venidos del sur del continente estuvieron presentes en la tribuna sur «dando aguante». Aguante que le sirvió para aguantar un buen tiempo en banca mientras el entonces joven Andrés Saldarriaga aflojaba y el boliviano-argentino se ponía a punto.

El premio a su constancia y aguante finalmente se dio cortesía de una expulsión de Saldarriaga por una patada criminal a un delantero del Tolima en el partido en que los del «Sachi» Escobar perdieron 1-3 como local contra los pijaos. Gracias a esto Fernández pudo debutar en la fecha siguiente contra el Unión Magdalena; dicho partido fue de trámite y lo ganó el para ese entonces subcampeón por 2-0, nada del otro mundo. Tocó esperar hasta la siguiente fecha para el abrebocas de lo que nos tenía preparado. En un partido contra el Deportivo Cali apostó junto con José Carlo Fernandez, su compatriota y arquero del verde caleño, a quién se dejaba hacer mas goles. Magra actuación para ambos: cada uno encajó de a 3 goles por parte de su rival.

Hasta que llegó la fecha 11. Inolvidable para la hinchada verde fue aquella noche en la que con una tripleta Aristizabal alcanzó su goles 300 y 301. No obstante, el marcador fue de 3-2. Los dos goles del cuadro visitante, Bucaramanga, no fueron autoría de los delanteros canarios…fueron autoría de ¡Leo Fernández! Memorable par de gazapos que permitieron el empate transitorio aquella noche. Para la fecha siguiente, Andrés Saldarriaga recuperó la titular para tranquilidad de la parcial verde.

Sólo en la fecha 18 volvería Fernández a ocupar el arco nacionalista ante un merecido descanso de la nómina titular. Esa vez, ante el Junior, fuimos testigos de los desatinos del personaje en cuestión. Fueron tan sólo dos goles: en las estadísticas se dirá que fueron Rodrigo Teixeira y Jamersón Rentería los autores. Pero no nos engañemos, con su incapacidad, con su figura entrada en carnes, puso también su cuota.

Después de esta desafortunada salida , Andrés Saldarriaga se adueñó (brevemente) del arco verde y como titular dio la vuelta olímpica mientras Fernández aguantaba en la tribuna hasta que fuera hora de devolverse. Desde las gradas vio como su equipo derrotaba a Santa Fe para conquistar así la octava estrella.

Su capacidad para el aguante hicieron de él un refuerzo ideal para…el Palestino de Chile. Después pasó por el Aucas, por su natal Oriente Petrolero y más recientemente se le ha visto en el Real Mamoré boliviano. .

Miguel Ximénez

Ximénez era el seudónimo de un recordado cronista que en los años 30 se esmeró en construir amenos relatos ambientados en el bajo mundo bogotano. También fueron su fuerte las historias de los suicidas que elegían al paisaje del río Bogotá despeñandose por el Salto del Tequendama como el último recuerdo de su paso por este mundo. Fue en este lugar donde, por descender en búsqueda de una pareja que puso fin a su idilio y a sus días en este paraje cundinamarqués, pescó la pulmonía que lo llevaría a él también a la tumba semanas después.

Ximénez es el apellido de un delantero uruguayo que a finales de la primera década del siglo XXI (2007) se esmeró en evitar ser protagonista de los relatos que de los partidos del Junior de Barranquilla hacían los cronistas de todos los medios. En los ocho partidos que jugó procuró siempre mantenerse alejado del protagonismo que sólo puede dar el arco contrario. Terminado su paso por Barranquilla sin hacer ruido abandonó la ciudad rumbo a Lima en donde 32 goles marcados en 42 partidos con el Sporting Cristal el año pasado hicieron de él casi una leyenda. .