Joven portada

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Costumbre muy colombiana era la de revisar las portadas de la Revista el Gráfico de Argentina en los años 80 -cuando había plata- para revisar qué jugador de Boca, River, San Lorenzo, Racing o Independiente podía llegar a jugar al país. Al terminarse el dinero de eficientes y pujantes comerciantes independientes empezó a bajar el perfil de los fichajes: no era mala idea traer algún futbolista de Ferrocarril Oeste, Gimnasia de Jujuy, Deportivo Español o Banfield.

El dinero siguió escaseando, así que ya lo de conseguir futbolistas argentinos que actuaran en primera división terminaba siendo imposible. Ya tocaba ver qué jugadores eran descartados de clubes dignos, pobres y honrados como Flandria, Sacachispas y Fénix. O si no era cuestión de preguntarle a Gabriel Fernández sobre compañeros que hubieran compartido con él en los 40 clubes que jugó para tener un universo más completo para escoger.

Tampoco resultaba viable llevar jóvenes promesas que no tuvieran oportunidad de actuar en la primera de los clubes grandes como ocurriera en su momento con Ramos, Are o Tilger -de Boca Juniors pero tapados por Maradona, El «Chino» Tapia y Batistuta-.

En esta portada de El Gráfico de 1998 aparece una de esas grandes joyas en bruto de la cantera de Boca Juniors que por esos tiempos, aunque tapada por futbolistas como Riquelme, era de las más destacadas de las inferiores. Proveniente de Santiago del Estero, de hablado lento y cansino, «mojaba prensa» en una de las publicaciones más respetadas de América. Prosiguió su comino pero finalmente vino a dar a Colombia y jugó con Junior, Cartagena, Medellín y Santa Fe.

Sí: el rapado es Ómar Pérez.

Pablo «Sansón» Abdala

Ricardo Lunari no solo le dejó gratos recuerdos y un subtítulo a Millonarios. También a Pablo Abdala, amigo personal del rosarino. La historia es bien singular. En su mejor momento, cuando el talento que desplegaba cada domingo lo elevó a la feliz categoría de Dios (e) azul, Lunari, seguramente consciente de que nada de lo que pidiera le sería negado, decidió recomendar traer de refuerzo a su compadre. Dicho y hecho, al mono había que complacerlo, días después del vistobueno de Ricardo, Pablo desembarcaba en Bogotá con una frondosa melena que denotaba una intensa -y seguramente secreta- admiración por Carlos Valderrama.

Tuvo suerte Abdala -que había militado antes en Rosario Central y en San Marcos de Arica-, pues llegó en tiempos de vacas gordas, fueron unos meses -de esos que poco se han visto en las últimas décadas por las toldas azules- en que todo salía, todo era armonía, tanto que hasta él encajó, rindió y celebró con su carnal el subtítulo de 1996. A esa altura, ya había decidido  reinventarse y rebosante de amor propio se despojó de la melena (fuentes poco confiables aseguran que se trataba más bien de una peluca del Pibe  y que fue sólo cuestión de quitársela y botarla a la caneca).

Como es bien sabido, Lunari fue pronto requerido de nuevo por la Católica de Chile y no pudo permanecer con el equipo de Prince. De nada sirvió la colecta que de muy buena fe hicieron los hinchas (confiamos en que pronto, vía wikileaks, se conozca el destino que tomó ese dinero). Pese a la partida de su mentor en canchas colombianas, Abdala -insignia de la selección palestina junto a José Simhon– decidió permanecer.

Abdala, despojado de la peluca.

Pero por desgracia, en lugar de forjar con buen rendimiento un nombre y lograr así un lugar en el corazón de los hinchas, Abdala fue víctima del efecto Sansón y pronto entró en declive. Su logro más destacado en el semestre siguiente fue haber hecho parte del paquete de cuatro díscolos que Rafael Sanabria expulsó en un clásico capitalino en que Millonarios, con siete, perdió 0-1 frente a un Santa Fe con nueve (gol de Cristopher Moreno en el minuto 8 del segundo tiempo).

Fue licenciado días después en una de tantas podas que suele haber en Millonarios y abandonó el país. Regresó a Chile donde fue una especie de Ricardo Lunari -no tan fugaz, eso sí- de Cobreloa. Y con melena, cómo no.

Abdala, en sus días de mechas y gloria en Cobreloa.

De cuando Hamilton Ricard tuvo que reinventarse

Hasta que llegó el día en que todas las puertas de todos los equipos de todas las ligas del mundo se le cerraron al andariego y emprendedor Hamilton Ricard. El dueño del bar de un hostal bogotano quiso saldar cuentas con el chocoano y logró que su nombre fuera incluido en una circular roja que de forma conjunta elaboran la FIFA y Datacrédito.

Angustiado, el delantero y reconocido coleccionista de contratos a término fijo optó por pedir consejo. Algún compadre entonces le dijo: «reinvéntate, Hamilton, reinvéntate». Una lástima, como vemos, que el ingenio que le ha sobrado para hacerle el quite al desempleo le haya faltado a la hora de construir un nuevo perfil profesional.

Pibe bárbaro: Álex Escobar

Alex Escobar, ejerciendo como sucesor del Pibe en un partido contra Bolivia previo a USA'94.
Alex Escobar, ejerciendo como sucesor del Pibe en un partido contra Bolivia previo a USA'94.

Atendiendo la sugerencia de nuestro visitante frecuente «Hágame Famoso», damos inicio con este post a la categoría «Pibe bárbaro» dedicada a todos aquellos hijos de la patria a quienes la prensa deportiva puso -irresponsablemente, en la mayoría de los casos- en primera línea de sucesión al trono que todavía hoy ocupa Carlos «el Pibe» Valderrama.

Y nadie mejor para abrir esta saga que quien fuera el primero en recibir esta designación y además tocayo de Valderrama: el «Pibe», pero del barrio obrero, Álex Escobar.

Contrario a la historia de varios de los sucesores del Pibe, nominados cuando Valderrama ya se había retirado o estaba en el ocaso de su carrera, sobre la espalda de Escobar cayó el peso de ser sucesor del diez samario cuando este se encontraba en la cúspide. Aunque ya había habido quienes lo insinuaran, la designación se aceleró cuando el «Pibe» sufrió una grave lesión en un partido contra Suecia en Miami parte de la pintoresca etapa de preparación previa al Mundial USA’94. Frente a la perspectiva de tal vez no poder contar con Valderrama en el Mundial,  fue necesario mirar entre los volantes de creación del torneo local y entre ellos brillaba Escobar.

Así, con la reluciente chapa de «sucesor» (o reemplazante, como quieran) del Pibe llegó Álex a la selección que afrontaba la exigente -para el bolsillo de los viaticantes- etapa de preparación.  De inmediato, todos sus movimientos, en la cancha y fuera de ella fueron infame y milimétricamente comparados con los del siniestrado: «que mire que el Pibe la para mejor», «¿si ve? el Pibe daba tres pasos con el balón y este man 2.8», «cómo hace de  falta la rascada íntima del Pibe, qué fraude Escobar que se rasca es la oreja, no, así no se puede».

Como era de esperarse,  la lupa de la óptica Pescaíto con la que se observó su paso por la selección no permitió valorar el talento del diez del América y una vez recuperado Valderrama, Escobar tuvo que hacer maletas, despedirse de sus compañeros y cancelar el pedido que a última hora y en un intento desesperado por complacer a los críticos había hecho directamente a la fábrica de Igora Royal.

En pocas palabras, a Escobar le tocó la díficil tarea de ser sucesor de un monarca en ejercicio,  un imposible físico y lógico. Fue como una especie de príncipe Carlos de nuestro fútbol, que se volvió viejo de tanto esperar su turno y con la desgracia añadida de que cuando por fin llegó su hora ya todos andaban buscando un príncipe Guillermo. Ni modo.