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César Alejandro Rodríguez

Buen tipo, orgullo de su barrio en Chía, cumplió su sueño de ponerse la azul. ¿Qué más se puede decir de César? Sin mucho ruido y manejando un bajo perfil propio de un Eugenio Uribe este modesto lateral derecho debutó con la 16 de Millonarios en un célebre encuentro en el parque estadio en el que Burguez tuvo que sacar el balón de su arco tres veces en menos de diez minutos. Comenzó con el pie izquierdo, no hay duda.

Con el sino trágico de tan tormentoso debut, César debió descansar varios meses antes de volver a oler la titular. La llegada de García en el segundo semestre de ese mismo año le significó una que otra oportunidad de saltar a la cancha.

Callado, sin ningún bombo César saldría de Millonarios de la misma forma como llegó a finales de 1999. Años más tarde, en 2003, sin mucho ruido volvería a aparecer en el Chicó que ese año conseguiría el ascenso a la primera A. En el Chicó se mantuvo dos temporadas en las que logró acumular hasta seis o siete partido consecutivos como titular por la banda derecha del equipo ajedrezado. A la hora de los balances y de buscar el mejor o el más regular, César supo pasar de agache. Nunca se vio siquiera un cuarto de página del Diario Deportivo con su foto y tres o cuatro respuestas de cajón. Se rumora que una vez fue el último en salir del camerino y que un habitual reportero se compadeció del buen César y con una rápida entrevista lo despachó.

Despachado saldría del Chicó a finales del año pasado cuando su nombre fue uno más entre los que aparecieron bajo la siempre lúgubre cochada de “los que salen”. Nadie lo notó, nadie lo extrañó.
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Once Caldas-Adidas (I)

A comienzos de 2005 el Once Caldas decidió dejar atrás la casa bogotana FSS y pasarse a Adidas, una marca más acorde con su recién estrenada alcurnia. Desde esa fecha hasta hoy, y por motivos que desconocemos, la relación entre el equipo manizalita y la marca alemana ha dado para todo tipo de desatinos y situaciones francamente misteriosas. A medida que vayan apareciendo las imágenes, en esta nueva serie que hoy comenzamos iremos dando cuenta de cada uno de los más de seis diseños que en apenas un año y medio ha dado como fruto esta relación.

El primero que traemos a ustedes es este diseño “blanco vivos negros” que se le vio al Once el Copa de la Paz disputada en Corea en julio de 2005. Por motivos que sólo conocerá el utilero del “blanco blanco” y el sr. representante de Adidas para latinoamerica, se trató de un diseño que sólo se le vio al Once en este torneo, igual que el vanguardista azul que usaran en ese mismo torneo. De regresó a casa, el Once volvería a uno de los seis diseños que ese año lució en los estadios del país y del continente ninguno parecido al mostrado en oriente..

Once Caldas Adidas II

Once Caldas Adidas III

 

Luis Manuel Quiñónez

Escurridizo delantero que se diera a conocer a finales de la década de 1980 cuando conformó junto con Jair Abonía la dupla atacante del equipo alterno de Millonarios en el torneo local mientras el titular disputaba la Copa Libertadores. Pese a mostrar algunas condiciones a comienzos de 1992 la directiva azul decidió transferir por una suma irrisoria a “Luisinho” y a “Jairsinho” al Once Philips. Como suele ser la regla con los jugadores que salen por la milagrosa puerta trasera de Millonarios, en la “perla del Ruiz” se vio a otro Quiñónez; nada que ver con el habilidoso pero errático puntero que no logró consolidarse en Bogotá.

Tres temporadas con buen rendimiento (sin llegar tampoco a ser el ídolo del Londoño y Londoño) fueron suficientes para que a finales de 1994 el “Bolillo”, en una de sus habituales pilatunas, sorprendiera al país futbolístico incluyéndolo en la nómina que disputaría la Copa Calsberg en Hong Kong a comienzos de 1995.

En la gira asiática, Quiñónez no desentonó. Y no sólo no desentonó sino que fue la gran figura de la gira. Su accionar le mereció ser referenciado como ejemplo del volante moderno “de ida y vuelta”. Su súbito redescubrimiento por parte del país futbolístico dio para todo tipo de excesos: algunos llegaron incluso a sugerir que había por fin llegado el esperado sucesor de Freddy Rincón.


«Luisinho», sorprendiendo con la selección

Lo cierto es que el de Luis Manuel es el mejor ejemplo de un jugador que logró sacarle el máximo provecho posible a su cuarto de hora. Durante 1995 y 1996 era raro no verlo en las convocatorias del “Bolillo” y su cotización se disparó como la de ningún otro jugador del nunca bien valorado rentado criollo. Era, sin duda, el jugador del momento. Su esperada salida del Once se dio a finales de 1996 cuando el Tolima del senador Camargo desembolsó una gruesa suma para poder hacerse con sus servicios. El siempre laborioso senador no contaba con que lo de “Luisinho” no era sino un cuarto de hora que ya iba por el minuto 14. En efecto, Quiñónez llegó al Tolima y su nivel cayó en picada. Una que otra convocatoria a la selección en 1997 y dos goles en el torneo adecuación del mismo año fue el balance del tumaqueño en su primer año con la vinotinto y oro.

La siguiente temporada fue la de la consolidación. Pero de la debacle. Un solitario gol al Tuluá marcó el punto más alto de su rendimiento en el primer semestre de 1998. Su cuarto de hora, los días felices de 1995 y 1996 en los que las convocatorias, las entrevistas y los empresarios rondándole como perros de carnicería eran parte de su diario vivir ya eran pasado y el buen “Luisinho” estaba ahora condenado a un ingrato futuro. Así las cosas, sólo una grave lesión pudo a la postre detener la caída libre en la que se encontraba Luis Manuel desde que salió de su añorado Once. Después de la lesión y los largos meses de para que debió soportar se le volvió a ver con el Bucaramanga en el 2001, su rendimiento con el cuadro canario se asemejó más al que mostró jugando con el Tolima que al que deslumbró al “Bolillo” cuando fungía de ignoto puntero del Once Philips. Con todas las puertas cerradas en Colombia, vendría a encontrar refugio en el poderoso Monagas venezolano. Allí, en silencio y con el cuero endurecido, el frustrado sucesor de Freddy Rincón pudo revivir algunos pocos segundos de aquel cuarto de hora de selecciones, empresarios y de uno que otro exceso periodístico.
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Wilson Núñez

El acierto de algún narrador deportivo, que seguramente vivía obsesionado con la envoltura y presentación de las tradicionales Saltinas le dio el bautismo de sangre a este uruguayo, tal vez de lo más malo que haya pisado un campo de fútbol. Por eso es conocido desde el Amazonas hasta La Guajira como “El Paquetaco”.

Nacional de Uruguay fue su estancia inicial y en el “tricolor” perdió espacio frente a compañeros de equipo mucho más avezados y habilidosos que él. El morocho entonces, viendo que el viaje resultaba corto, se fue hacia Argentina a pasar su vida en equipos de poca monta como Mandiyú de Corrientes y Deportivo Español. Es más, en 1998, en el marco de un Español-River Plate, pudo haber pasado a la historia, pero su ineficacia no lo dejó. En River había sido expulsado Roberto Bonano y ante la imposibilidad de hacer cambios, Juan Pablo Ángel ocupó el arco del “millonario” que goleaba 4-0. Núñez ni siquiera pudo vencer al delantero colombiano devenido en inusual e improvisado imitador de Ubaldo Matildo Fillol en River Plate.

En Colombia las cosas tampoco estuvieron muy a su favor pues en el Junior de Barranquilla fue más conocido por algunos actos de indisciplina como volarse de una concentración en su Chevrolet Vitara cabriolet para disfrutar de las delicias de la noche cartagenera (viajó de la arenosa a la heroica para irse de parranda), mientras que sus demás compañeros dormían plácidamente en vísperas de un juego en el Metropolitano.

Pronto su robo se vio desenmascarado y no tuvo más opción que recalar en el Atlético Bucaramanga, donde al lado de Leonel Rocco, Andrés “Michi” Sarmiento, Néstor “Maravillita” Cuadros formaron un conjunto que pintaba para ser un “equipo de los sueños”, pero esos sentimientos oníricos de los bumangueses (por rendimiento) estuvieron muy cercanos a cualquier pesadilla digna de Freddy Krueger.

Nadie sabe si fue alguna vez a las piscinas del tolimense balneario imitación moderna de Sodoma y Gomorra llamado Melgar en su Vitara fiestero. Pero es cierto, en cambio, que jugó para otro Melgar, el de Arequipa en Perú.
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Sergio Vargas

En latinoamerica lo conocieron por sus merengues: bandas sonoras por excelencia de noches de excesos a punta de cocteles de aguardiente y hormonas adolescentes. En Colombia lo conocimos por sus tiros libres, su gambeta endiablada y por el desafortunado informe de un noticiero de finales de los noventa que lo mostró acomodando carros en un parqueadero cucuteño.

Parapetado tras el nombre de Armando Díaz y valiéndose del sugestivo apodo de “el Pollo” Sergio supo como dar rienda suelta a su siempre reprimida pasión por el balompié en los estadios del país. Incomprendido en su República Dominicana natal donde sus padres desde muy temprana edad lo obligaban a invocar a Lucifer para que le sirviera de inspiración en la composición de sus tonadas. Un picado informal que disputó en Cali durante una gira de comienzos de los ochenta fue suficiente para que un cazatalentos del Deportes Quindío que por casualidad atravesaba el parque escenario del cotejo fijara sus ojos en él. Lo que al principio parecía un disparate cuando el cazatalentos se acercó al jóven artista a preguntarle por las opciones que tenía contempladas para su futuro fue tomando fuerza cuando Sergio le respondió que estaba dispuesto a seguir una carrera futbolística paralela a la musical. El anonimato fue su única condición: el pacto que sus padres hicieron con el Principe de las Tinieblas para que lo inspirase en la composición e interpretación de sus melodías propias de la sala de espera del averno le impedía en la letra menuda utilizar su verdadera identidad en cualquier otra actividad pública.

Entre Nueva York e Ibagué, Santo Domingo y Armenia, Miami y Cúcuta durante un poco más de diez años Sergio vivió fines de semana inolvidables. Lleno a reventar el sábado en el Madison Square Garden el sábado y golazo de tiro libre en el General Santander en domingo ¿le podía pedir algo más a la vida este hijo de Villa Altagracia. No obstante, la dicha no duraría lo que quizás Sergio hubiese querido: una cosa es la garganta, que a punta de propoleo puede mal que bien puede sobreagüar varias décadas y otra cosa son las rodillas, los meniscos, los ligamentos cuya vida útil en el mejor de los casos no supera jamás los veinte años. A finales de la década de 1990 Sergio debió abandonar la actividad que le permitía llegar a la plenitud de su ser y continuar con aquella que sus déspotas padres le impusieron. No fue fácil esta coyuntura para el buen Sergio. Obstinado y aferrado a lo que lo hacía sentir pleno y feliz, Sergio llegó incluso a emplearse como valet parking en la capital nortesantanderana hecho que inmediatamente llamó la atención de la prensa nacional.

Algo desubicado y desmotivado, la energía que Sergio solía dedicar a sus magistrales ejecuciones de tiros libres y a sus jugadas de filigrana en el gramado decidió dedicarla a causas no menos nobles: el acueducto de Villa Altagracia.

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Hugo Galeano a un paso de Francia`98

En días como estos en los que el inquieto “Bolillo” ha sabido como volver a poner su nombre en la palestra pública, el Bestiario del balón –siempre interesado en colaborarle a los prohombres del fútbol colombiano– no podía mantenerse al margen de los acontecimientos. Es así como de un gigantesco cúmulo de disparates, delirios y salidas en falso del personaje en cuestión rescatamos éste, que no por su sonoridad fue más que muchos otros excesos del arrebolado técnico paisa. Simplemente, lo dibuja de cuerpo entero.

Más conocido como “Galeanito”, este crédito del popular barrio Manrique de Medellín irrumpió en el profesionalismo en 1984 en el Quindío de Genaro Cerquera, por ese entonces filial del Millonarios de Gonzalo Rodríguez Gacha. Su estancia en el Quindío fue corta: para 1985 ya engrosaba la nómina del Millonarios de Jorge Luis Pinto que disputó ese año la Copa Libertadores contra equipos paraguayos. Songo sorongo, sin mucho ruido y a punta de lo que en el argot se conoce como “laboriosidad”, “Galeanito” supo apoderarse de la banda izquierda del club embajador durante seis largos y truculentos años. Sin ser la gran cosa, el único antioqueño en la nómina titular del Millonarios de finales de la década de 1980, mantuvo siempre una regularidad importante, apenas para rendir sin tampoco llegar a sobresalir. Llegadas las vacas flacas a comienzos de los noventa, Galeano partió hacia Barranquilla junto con Arnoldo Iguarán para engrosar las filas del Junior en 1992 para regresar un año más tarde a casa. Idos los años de gloria de títulos y de Copa, “Galeanito” ya comenzaba a tener un cierto aire de reliquia viviente, de “último de los mohicanos” de un pasado de gloria que veloz se alejaba. Cansado quizás de ser visto más como pieza de museo que como jugador activo, a comienzos de 1994 Barranquilla y el Junior volverían a acogerlo.


«Galeanito», en sus años azules

Una vez más, sin mucho ruido y manejando un bajo perfil, Galeano supo consolidarse en la banda izquierda del Junior durante tres temporadas. Al cabo de tres años sólo había logrado reforzar ese aire anacrónico que ya traía cuando llegó a Barranquilla. Por eso fue mayúsculo el estupor cuando un buen día, aduciendo que había que aprovechar “que estaba en la ciudad” Bolillo recurrió a él en vísperas del partido contra Chile correspondiente a la eliminatoria para Francia`98. Algunos incautos le creyeron. Lo que parecía un arrebato más del desvirolado técnico paisa comenzó a preocupar cuando el afortunado “Galeanito” –que lo último que se imaginó en su vida fue pasar de ser uno más en la nómina juniorista a ser firme candidato a jugar el mundial que se avecinaba–apareció en la lista de los convocados para el siguiente partido contra Bolivia en La Paz. La excusa de “fue de afán, había que aprovechar que estaba en la ciudad” ya no funcionaba. Parecía que la excentricidad del siempre impredecible Bolillo se iba a prolongar hasta Francia. Galeano, por su parte, aprovechando su nueva condición de Ave Fénix se pegó al «boom» del recién ascendido Unicosta y llegó al equipo de Kike Chapman con el rótulo de figura. El nóvel equipo barranquillero fue el lugar escogido por «Galeanito» para esperar el llamado de la Federación a presentarse en Bogotá a tramitar su visa en la embajada francesa.

No se conoce en realidad el motivo, pero Bolillo desistió de su arrebato y “Galeanito” se quedó esperando la llamada y con las ganas de cruzar el charco por primera vez en su vida. A decir verdad, tampoco se conoce qué motivó a Bolillo a incurrir en tamaña excentricidad. Quizás una inmersión en el barrio Manrique buscando posibles nexos de juventud entre el laborioso lateral y el indómito técnico pueda arrojar algunas luces, labor que no corresponde a este humilde espacio.

A «Galeanito», por su parte, le quedó como premio de consolación el haber coronado album Panini. En efecto, su rostro recorrió el mundo como integrante de la selección Colombia que disputaría el mundial. Vaya uno a saberlo, su lamina bien puede estar hoy en día decorando la puerta de madera del armario –destino por excelencia de las laminas repetidas– de algún hogar finlandés.

Respuesto ya de las fortísimas emociones que acarrea una resurrección de ese nivel (a esta hay que sumarle el haber sido artífice del oscuro éxito del Unicosta cuando aseguró en Bogotá su permanencia en primera), Galeanito decidió regresar al Junior, en donde se reencontró consigo mismo y con la tranquilidad que sólo da el anonimato. Utilizando como trampolín su reciente cuarto de hora, emigró pocos meses después a Estados Unidos en donde, ahora si, todos creyeron que culminaría su carrera. Pero no fue así. En el primer semestre de 2004 el recién ascendido Chicó del también desvirolado Eduardo Pimentel tuvo a bien inscribir como refuerzo a un tal Hugo Galeano para la segunda mitad del torneo (no alcanzó a jugar). Fueron pocos, de verdad fueron pocos, los que se atrevieron a especular con que este era el mismo que hacía ya veinte años había debutado con el Quindío. “Es el hijo”, fue la respuesta que obtuvieron. Pero no, no era el hijo, era el padre cuarentón que sin reponerse del grave daño emocional causado en su momento por el Bolillo, errante regresaba y fuera de sus cabales mostraba la firme convicción de Reinaldo Rueda podría llegar a argüir, tal como lo hizo Hernán en su momento, que había que aprovechar que estaba cerca –en Bogotá- para colarlo en alguna convocatoria.

Con semejante palmarés, ¿cómo diablos no homenajearlo?

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Carlos Eduardo Ortiz

Formado en las divisiones inferiores del Envigado y orgullo del tradicional barrio Laureles, irrumpió con gran estruendo marcándole dos goles al América en su debut con Millonarios a comienzos de 2003. Semejante debut dio pie a los excesos periodísticos de rigor que se suelen dar en casos como este, suficientemente documentados ya en este espacio. Para destacar, que una semana después tres apodos gravitaban en su entorno cada uno defendido por sendos bandos periodísticos: “Pelón”, “Copete” y “Pupi” (este último cortesía del siempre acertado Luis Alfredo Hernández).

Su tarde de gloria le sirvió a Ortiz para recibir todo tipo de oportunidades por parte de Norberto Peluffo, técnico azul de la época. Pese a algunos chispazos de talento, a cierta precisión en la entrega y a una innegable enjundia el gol sólo volvió a él a mitad de año cuando tuvo a bien vulnerarar las vallas del Unión Magdalena y del Pereira en los cuadrangulares semifinales.

Un gol de gran factura en Cali esta vez en los cuadrangulares del finalización fue, junto con una fugaz aparición en una preselección de 100 jugadores que hizo circular la Federación, su otra gran conquista de un año que comenzó con mucho bombo y terminó con el paisa como uno más en la nómina azul.

El año siguiente fue cualquier cosa menos el de la “consolidación definitiva” del delantero paisa. A un primer semestre signado por la mediocridad le siguió una abrupta salida de Millonarios a mitad de año motivada por uno de tantos recortes de personal que ha padecido el cuadro embajador en los últimos años. Aterrizó en el Bucaramanga, equipo en el que a duras penas hizo un gol: a Millonarios, por supuesto. Después de su breve incursión santanderana, Ortiz recaló en el siempre hospitalario Chicó, club en el que su desempeño fue ligeramente inferior al registrado con el Bucaramanga, se fue en blanco. Hoy, el alopécico muchacho que haciendo buen uso de la colombianísima norma del sub20 ilusionó a más de un hincha azul pelea con el eterno malgeniado Óscar Londoño un lugar en la delantera del representante del antioqueñísimo Seguros La Equidad.
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Rubén Darío Insúa

Cuando un futbolista serio llega a una ciudad ataviado con pantalones color ladrillo, medias blancas, mocasines café con textura de cocodrilo y el pelo tinturado con tinte belcolor oro 27 aplicado por el Leo Papparella de turno, está claro que la política de contrataciones de un club anda caminando por la cornisa.

Sin embargo Rubén Darío Insúa tenía los mejores antecedentes cuando llegó en 1994 a reforzar la plantilla del Deportivo Cali: había sido jugador e insignia de clubes como San Lorenzo, Estudiantes de La Plata e Independiente, donde fue campeón al lado de figuras como Ricardo Bochini, el arquero uruguayo Eduardo Pereira y el zaguero paraguayo Rogelio Delgado.

Figura fue en Ecuador también, donde hizo parte durante varios años del Barcelona. Pero en Cali la cosa no paso de iluminaciones capilares de lobísimo gusto, insultos de los hinchas quienes hasta cuestionaban su sexualidad (más allá de que Insúa tenía una esposa tan loba como su pelo, pero muy atractiva y con glándulas mamarias protuberantes cual Holstein a punto de ser ordeñada) y escasas alegrías que se acumularon en 10 partidos jugados y dos goles.

Habría que decir que sus compañeros no eran una maravilla: compartió plantel con el chileno Richard Zambrano, el arquero Juan Carlos “Chayanne” Mendoza y Miguel “Miguelón” Asprilla, entre otros.

Como técnico ha fracasado en varias latitudes, pero es recordado en Colombia por haber ganado como entrenador de San Lorenzo la Copa Sudamericana 2002 a Nacional.
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