Precursor del Torneo de las Américas y de la Copa Tecate, el cuadrangular internacional Gonzalo Jiménez de Quesada o Copa ciudad de Bogotá, fue el regalo que la Federación Colombiana de Fútbol le hizo a la capital cuando el 6 de agosto de 1988 celebró sus 450 años. En el certamen tomaron parte la selección Colombia de «Pacho» Maturana, el Santa Fe de Diego Umaña (cuando este todavía era Diego no Diemo) y el entonces campeón de Colombia, Millonarios.El toque internacional del evento estuvo a cargo de una selección uruguaya que, como todas las selecciones uruguayas que vienen a Bogotá salvo en eliminatorias, parecen más un paquete turístico de la mutual de futbolistas uruguayos con posteriores escalas en Cartagena y San Andrés.
La primera fecha del torneo tuvo lugar el martes 2 de agosto. En un doblete -cómo hace de falta este formato- se enfrentaron a primera hora la selección uruguaya y Millonarios. Con goles del «Nene» Díaz y del «Pájaro»Juárez, los azules derrotaron a los charrúas que habían comenzado ganando con gol de Gustavo Dalto, delantero de un equipo dirigido por Oscar Washington Tabárez (él sí, técnico titular) que esa noche formó de la siguiente forma: Da Silva, De los Santos, Goncálvez, Panzardo, Cabrera, Correa, Pereira, Suárez, Da Silva, Báez y Dalto. Ingresaron Viera y el luego santafereño Adolfo Barán. A segunda hora, la selección derrotó 2-0 a Santa Fe. De este encuentro se destaca que fue uno de los dos partidos,si nuestros cálculos no fallan, en que Eduardo Niño saltó a la cancha con el once titular y no para tomarse la foto, sino para, en efecto, tapar todo el partido (el otro fue contra Canadá en Armenia ese mismo año). En el arco rival, otro suplente de carrera: Fernando Hernández. De igual forma se destaca la presencia -por primera y única vez- de Jorge Ambuila en el puesto de lateral derecho del onceno nacional.
Dos días después, el jueves 4 de agosto, se enfrentaron Millonarios y la selección con triunfo 1-0 de los azules, gol, otra vez, de Juan Carlos «Nene» Díaz. En el siguiente partido, Santa Fe y Uruguay empataron sin goles. El arquero Otero, Herrera, Perdomo, Matosas y Vidal fueron novedad esa noche en la nómina charrúa.
La última fecha, domingo 7 de agosto, enfretó a Colombia contra Uruguay y a Millonarios contra Santa Fe. El equipo de Maturana superó al de Tabárez 2-1 con goles de Arnoldo Iguarán y Bernardo Redín. Descontó Herrera. El arquero Jorge Seré y el volante Héctor Morán fueron los dos ases que el «Maestro» decidió conservar bajo la sudadera hasta el último partido. Sin saberse todavía quién sería el campeón (la selección y Millonarios tenían opción) el tradicional clásico capitalino cerró la programación dominical. Al final, triunfo para el rojo con gol de Sergio Vargas sobre el final del partido. Al final los azules reclamaron airados -hacen falta los reclamos en amisotos, es más, hace falta la enjundia en amisotosos- una falta de Jorge Raúl Balbis sobre «la Gambeta» Estrada que el juez Armando Pérez no sancionó y que le habría dado el título a los azules.
Al final, título para la selección que en sobria ceremonia recibió el trofeo. No hubo vuelta olímpica. No era la Copa Cafam.
La última fecha, domingo 7 de agosto, enfretó a Colombia contra Uruguay y a Millonarios contra Santa Fe. El equipo de Maturana superó al de Tabárez 2-1 con goles de Arnoldo Iguarán y Bernardo Redín. Descontó Herrera. El arquero Jorge Seré y el volante Héctor Morán fueron los dos ases que el «Maestro» decidió conservar bajo la sudadera hasta el último partido. Sin saberse todavía quién sería el campeón (la selección y Millonarios tenían opción) el tradicional clásico capitalino cerró la programación dominical. Al final, triunfo para el rojo con gol de Sergio Vargas sobre el final del partido. Al final los azules reclamaron airados una falta de Jorge Raúl Balbis sobre «la Gambeta» Estrada que el juez Armando Pérez no sancionó y que le habría dado el título a los azules.
Al final, título para la selección que en sobria ceremonia recibió el trofeo, como era norma en esa época para torneos amistosos. No hubo vuelta olímpica, ni jugadores descamisados colgados de la malla. Esas son costumbres que de un tiempo para acá se impusieron en la celebración de títulos de torneos de preparación. No hubo vuelta olímpica, ni jugadores descamisados colgados de la malla, costumbres que ahora se ven en la celebración de torneos de poca recordación.
Este episodio, muchas veces minimizado y escondido para evitar rubores de mejillas, fraguó improvisación, desdén y fracaso en un solo vaso coctelera. Atlético Nacional jugaba la Supercopa, que reunía a los campeones de la Copa Libertadores debía disputar su entrada a fases avanzadas del certamen frente al Cruzeiro. En la ida, el empate 1-1 en Medellín hizo que el club paisa prefiriera concentrarse en objetivos más encomiables como el campeonato local, dejando de lado la Supercopa.
Cuando el kinesiólogo de Nacional pegó la alineación en la puerta del camerino, los locales no entendían nada. Daladier Ceballos, Omar Franco
y Maximiliano Kemmerer no eran nombres conocidos para ellos. Pensando en que se trataba de una estratagema para engañarlos –en su interior los de Cruzeiro querían creer que iban a jugar contra Tréllez, Escobar y el “Chonto”- se mentalizaron diciendo que todo se trataba de un engaño nacionalista, que le había puesto seudónimo a sus más destacadas figuras y eso no lo iban a permitir.
Con un plantel plagado de suplentes, el verde antioqueño quiso darle guerra al Cruzeiro, un equipazo que terminaría siendo el campeón de este torneo. El error se pagó de manera vergonzosa: los brasileños ganaron 8-0 en lo que ha sido la derrota más abultada de clubes en la historia del fútbol colombiano.
El lado B de Diego Gómez no tiene que ver con su secreta pasión por el boxeo que hace poco dejó ver con el jab de derecha que le propinó al siempre vapuleado Álvaro de Jesús Gómez. No. Tampoco tiene que ver con su supuesto parecido con José Luis Félix Chilavert y las aún no comprobadas versiones según las cuales en más de un Halloween «Diego-gó» salió a pedir dulces con un buzo negro y un cachorro estampado a manera de disfraz (dice la fuente que nunca encontró un bulldog similar al del buzo del paraguayo).
Pero no. Con nada de esto tiene que ver el lado B del arquero vallecaucano. Para sorpresa de algunos les contamos, fotos en mano, que esta faceta oculta de Gómez tiene que ver con su carácter polifacético en la cancha, con su condición de jugador multiusos ideal para desvares y emergencias como bien lo constató «Pacho» Maturana en 1992.
ién capacitarse como lateral. Necesitado a mediados de 1992 de un jugador polifuncional que le cubriera la banda derecha ante una lesión de Antonio Moreno y una suspensión de Wílmer Cabrera, Maturana recorrió al entonces joven arquero ante el consejo de Diemo Umaña que, sensible como siempre, ya había percibido que en lo más profundo de su condición de arquero se escondía un lateral de medio tiempo.
El balance final de la carrera de Diego Gómez como jugador de campo fue de dos partidos jugados: uno contra el Cali en el que debutó reemplazando al «Pony» Maturana y uno más contra el Bucaramanga en el que incluso fue titular. Luego volvió a su puesto habitual en el que tuvo que hacer fila detrás de su hermano Julio, este sí arquero de tiempo completo.
Era 1987 y Anthony De Ávila, con afro de integrante de los Lebron Brothers, incursionaba en el fútbol argentino en silencio y con un club lejano de la imagen mediática de Boca, River, Racing, Independiente o San Lorenzo. Unión de Santa Fe fue su nuevo lugar en el mundo para la temporada 87/88 de Argentina. “El Gráfico” tituló la nota con el samario de una buena maner
“Pipa” cosechó sus triunfos -desconocidos en esos años en los que no existía T y C- pero en Colombia pocos se acuerdan de que supo ser un tipo destacado en un club chico y menos que compartió delantera con Alberto Acosta en el humilde santafecino.
La foto es de un juego Unión de Santa Fe-Deportivo Español (equipo querido en la redacción bestiarista). El “Pitufo” regresó al América pero antes dejó un mensaje profético en su camiseta: La Lotería se la sacó 21 años después contra Santa Fe al hacerle gol a los bogotanos a los 45 años.
Más caleño que la furia permanente del segundo piso del Pascual, Mayer Candelo tuvo su desliz con el más tradicional de los rivales del Deportivo Cali en el segundo semestre de 2001.
Después de un paso sin mayor suceso por Vélez Sarsfield, equipo del que salió luego de notar que no era de los afectos de Óscar Washington Tabarez ( había llegado apadrinado por su antecesor, Julio César Falcioni), a Candelo no le quedó más remedio que hacer maleta y buscar nuevos rumbos.
En esas estaba cuando a los dueños de su pase el vecino de patio de su amado Deporti
vo Cali les hizo un guiño en forma de signo pesos en una época en la que sus mensajeros todavía podían gastar las mañanas en vueltas de banco. Sin más opciones a la mano, sus representantes aceptaron, suponemos, con algún leve sentimiento de culpa. Siete partidos jugados y una vuelta olímpica a distancia pues ya no estaba con el plantel fue el balance de su paso por los diablos rojos.
Atormentado y luego de fuertes declaraciones contra los rojos, al año siguiente partió para otro rojo, también del Valle del Cauca: el Cortuluá que, por obra y gracia de un avezado empresario, ese año lució un simpático uniforme rojo marca Umbro y con el falso patocinio de Cervecería Corona.
Fue miembro del Millonarios reluciente de Fernando Castro en 2005, ese que supo ganar cinco partidos de manera consecutiva a durísimos adversarios como Envigado y Huila entre otros. Dicen que el argentino, de trayectoria en colosos de su país como Instituto de Córdoba, Huracán, Nueva Chicago y Almagro, usaba el truco de la «lengüeta capilar» -timo ideado por los oficinistas calvos que consiste en dejar crecer parte del pelo y cubrir la zona calva con un revés de peinilla- para simular menor edad (ver imagen).
Pero la juventud, en vez de ser su arma para convencer, resultó una contrariedad porque en el vestuario los veteranos se la montaban por ser el «primíparo argentino» y fueron varias las ocasiones en las que «Facu» tuvo que encargar a droguerías vecinas, tarros de crema cero para curar la irritación que dejaban los fuetazos que sus compañeros le pegaban con las toallas cuando salían de las duchas.
Es que el truco del pelo estaba tan bien montado que al verlo, hasta el sub 18 pensaba: «qué lozanía la que tiene este muchacho». Pero claro: a la «mascota» del equipo se le quiere y protege, pero también se le cobra derecho de piso. Una tarde, cuentan los avezados periodistas que cubren los entrenamientos de doble jornada, afirman que el plantel le escondió el único par de guayos que tenía sobre el techo de la cafetería de la sede campestre ubicada en la autopista.
Además dicen que Argüello, desconocedor de las rutas bogotanas y con afán de encontrar sus guayos Fasttrak, salió a pie del campo de entrenamiento, llorando como un niño, a las diez de la noche, cinco horas después de terminada la práctica, luego de encontrar sus zapatos. Un amable conductor de grúa que lo vio en la berma de la autopista lo recogió conmovido y le dijo: «mijito, ¿quién es su acudiente? usted está muy chiquito para estar por acá callejeando».
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Hizo dos goles (uno en un 3-3 ante Quindío en Armenia y otro en un 2-2 frente a Pasto). Los directivos decían: «este pelao la está embarrando mucho para tener apenas 15 años, pero es joven. Tengámoslo unos tres años más para que coja confianza y experiencia y lo vendemos a Europa. Nos vamos a tapar de plata».
Sin embargo, un día se cayó la mentira: cuando iba a ser inscrito como el «pelao de la norma», se asustó y más, en el instante que un comunicador encontró sendos frascos de Pantene y Regaine en su maletín -nadie preguntó por qué estaba esculcando el periodista la maleta de Facundo, pero igual se reveló todo-
Desesperado de tantas mofas sufridas, Argüello se reacomodó el pelo y mostró entradas dignas de Jota Mario Valencia. Gritó «¡Sí! ¡Soy un viejo! ¡No se habían dado cuenta, idiotas!
Todos se miraron y no podían creerlo. Facundo ya estaba coqueteando con la crisis de los 30 y no estaba para niñadas. Por eso se fue, con un combo infantil de Cali Vea bajo el brazo y el rumor de que sería extra en Benjamin Button y de que su fichaje para el Deportivo Vida de Honduras estaba listo. Solamente se cumplió la segunda.
Antes de Hernán Silva y su fatídica noche del 26 de abril de 1989 la rivalidad entre azules de Bogotá y verdes de Medellín no superaba a la que, por decir cualquier cosa, los azules tenían con los blancos de Manizales o a la que los verdes podían tener con el Unión Magdalena.
Este ambiente libre de tensiones permitía, por ejemplo, que de buenas a primeras un jugador paisa de Millonarios, el buen lateral Gildardo Gómez, apareciera en el
camerino de la sede deportiva disfrazado de cuidacarros de las Acacias sin riesgo de caer a la salida en garras de una jauría de fieros barrasbravas. Barrasbravas difíciles de espantar incluso sancando sendos chorizos antioqueños del carriel, por supuesto.
Hoy, ver a Gerardo Bedoya de poncho, sombrero y carriel en predios del club sería tan grave para los hinchas azules como descubrir que Víctor Aristizábal tiene tatuado un escudo de Millonarios en el talón derecho. Ambos casos serían motivo de levantamientos, disturbios, cismas, linchamientos. Sería algo tan grave como ver a Arnoldo Iguarán besando el escudo de Nacional o, pónganle, a un León Darío Muñoz haciendo lo propio con el azul.