
Antes de Hernán Silva y su fatídica noche del 26 de abril de 1989 la rivalidad entre azules de Bogotá y verdes de Medellín no superaba a la que, por decir cualquier cosa, los azules tenían con los blancos de Manizales o a la que los verdes podían tener con el Unión Magdalena.
Este ambiente libre de tensiones permitía, por ejemplo, que de buenas a primeras un jugador paisa de Millonarios, el buen lateral Gildardo Gómez, apareciera en el
camerino de la sede deportiva disfrazado de cuidacarros de las Acacias sin riesgo de caer a la salida en garras de una jauría de fieros barrasbravas. Barrasbravas difíciles de espantar incluso sancando sendos chorizos antioqueños del carriel, por supuesto.
Hoy, ver a Gerardo Bedoya de poncho, sombrero y carriel en predios del club sería tan grave para los hinchas azules como descubrir que Víctor Aristizábal tiene tatuado un escudo de Millonarios en el talón derecho. Ambos casos serían motivo de levantamientos, disturbios, cismas, linchamientos. Sería algo tan grave como ver a Arnoldo Iguarán besando el escudo de Nacional o, pónganle, a un León Darío Muñoz haciendo lo propio con el azul.











