Más que Fanny Mikey, o que su primo el payaso Mikey y su circo de los muchachos, si existe un hijo del cono sur que conozca palmo a palmo, hueco a hueco nuestra geografía nacional ese es Gustavo Villa.
Volante argentino, después de algunos años en El Porvenir de la primera C de su país, Villa llegó a Colombia como refuerzo del Unicosta en 1995 cuando este equipo apenas daba sus primeros pasos en la entonces Copa Concasa. Contrario al 98.34% de los foráneos que llegan al torneo de ascenso colombiano, Villa no huyó despavorido meses después de su desembarco espantado por ese eterno reality de supervivencia (pero sin sintonía) que es la primera B colombiana. Al contrario, dice una fuente, todo indica que Gustavo aseguraba que no había mejor lente para acercarse a nuestro país, sus gentes y paisajes que el polarizado de un thermoking. Dicen también que, aun pese a las burlas de sus compañeros, más de una vez se declaró fanático de la sazón de los paradores rojos.
Así, entre flotas, peajes y camerinos con duchas sin agua, Villa permaneció dos años hasta mediados de 1997 cuando el Unicosta logró en Tunja el ascenso a la primera división. En la Copa Mustang el argentino se sintió algo despistado por la rapidez de los desplazamientos en avión, aburrido con lo insípido de los sánduches de jamón y queso de Avianca, nada que ver con las delicias que nuestras carreteras ofrecen a quienes las recorren y más de una vez, asegura otra fuente, estuvo al borde de terminar en una UPJ por tratar a las azafatas con la misma confianza con la que ya se había acostumbrado a departir con los ayudantes de flota. Aun así, su talento pudo más y para 1998 logró su propio ascenso: pasó del Unicosta al Junior, equipo en donde tuvo su mejor momento cuando en 1999 ingresó al no tan selecto club de jugadores que le han hecho un gol de media cancha a Héctor Burguez.
En busca de aires más turísticos, Villa partió a Cartagena, previo paso breve por su casa a mostrar fotos y lavar ropa. En «la Heróica» permaneció como volante del Real entre el 2000 y el 2001. Para el 2002 parece que no soportó más el aire acondicionado de los aeropuertos y el agua caliente de la mayoría de nuestros estadios de primera división y aconsejado por su niño interior que le exigía volver por la senda del héroe, gustoso aceptó un modesto contrato que le ofreció el siempre exótico Johann de Barranquilla, ese año con equipo en la primera B. Entre Expresos Brasilia, retenes de muchachos (pero no los de Mikey, los otros), paradores rojos y recorridos nocturnos por zonas rojas, Villa vivió dos años de pura adrenalina en la segunda división colombiana defendiendo los colores del más bestiarista de los equipos de nuestra región Caribe.
Pero todo tiene su límite y tanta adrenalina terminó por cansar a Villa, que gustoso aceptó la oferta que le hiciera el recién ascendido Chicó en 2004 para instalarse en la «nevera» en donde poco jugó, pero mucho descansó; subió a Monserrate, fue un domingo que no concentró a Guatavita, paseó por la Candelaria y conoció, desde el gramado, un monumento nacional: el estadio Alfonso López de la ciudad universitaria, domicilio ese año del Chicó.
Para el año siguiente, 2005, apareció en la nómina del ahora Boyacá Chicó, más no en la cancha. Con tanto kilometraje a cuestas pedirle que cada ocho días viajara a Tunja era, a todas luces, un irrespeto a su trayectoria.
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