Con la demolición del Orange Bowl, Colombia perdió mucho más que con el fallo de la corte de La Haya. Como todos sabemos, este escenario fue durante años la verdadera casa de la selección. Un enclave -a lo Gibraltar en España, Ceuta y Melilla en Marruecos- en tierras florideñas donde se respiraba colombianidad en cada rincón. A tal punto que que durante su derribo encontraron un nido con dos huevos de Cole, varios robaseñales, cajas enteras de Calmased y cientos de billetes sin raspar de «La instantánea».
Todo era muy colombiano en el escenario: al llegar había cuidacarros -carkeepers- ataviados con chalecos que alguna vez fueron fosforescentes con su respectivo chino aguila -eagle chinese boy- asistente, cualquier comestible había que pagarlo con sencillito y antes de proferir una ofensa una extraña fuerza hacía que de la boca del agresor saliera un «con todo respeto» o un «with due respect» si se trataba de un angloparlante.
El gobierno norteamericano, como era de esperarse, nunca vio con muy buenos ojos esta porción de suelo colombiano dentro de su territorio, pero prefirió optar por la tolerancia. Lo hacía muy consciente de que miles de nuestros compatriotas residentes en el país del Norte tenían aquí un espacio para dar rienda suelta a lo que eran y así libraban a los suyos de padecer desde colados en filas hasta estridentes sacadas de equipos de sonido a la calle pasando por invitaciones a almorzar que jamás se concretarían.Era, dicho de otro modo, un mal menor.
Pero esta complacencia terminó el día en que se supo que este era también el hogar de aquella precursora chiva rumbera (foto) que comenzó a atormentar a los residentes del estado con sus recorridos nocturnos repleta de oficinistas hablando en lenguaje de los cuerpos. Entonces hubo reunión de emergencia de las fuerzas vivas -live forces-, donde se escucharon las quejas de la gente y se leyó un informe de inteligencia elaborado por el FBI basado en imágenes satelitales según el cual los bajos del Orange Bowl estaban siendo utilizados para ensamblaje clandestino de decenas de estos floripondios vehículos bajo la batuta de un tal Gus.
Pero más que los decibeles perturbadores, lo que de verdad preocupó a los asistentes fue otro reporte según el cual si se ponía de moda entre las oficinas de esta parte del país contratar chivas, su clima organizacional estaría en serio riesgo -todos sabemos cuánto puede puede verse alterada la armonía laboral en el espeso lunes posterior a un espacio de polinización inducida de este talante- y que algo así bien podría hacer que el crecimiento anual del PIB estatal cayera hasta en 3.2%.
Y así, ante los números que no mienten la orden fue contundente. Y dicen que llegó directo de la Casa Blanca: «Not one more party goat in our streets, that Orange Bowl must go down!»