Vaya usted a saber por qué, en la paleta de colores de nuestro fútbol ninguno supera al amarillo. Huila, Cartagena, Bucaramanga, Pereira y Tolima hacen parte del club de equipos «amarillitos» como el licor que doblega a sus inversionistas. Tal vez la culpa la tenga el güiskey o puede que el reinado de este color tenga que ver con su faceta agorera, esa que a la que cada fin de año recurren las mujeres que, de paso, salvan el balance de la Feria del brasier y solo kukos.
El caso es que el amarillo es un color de gran aceptación en nuestro medio, tanta que de un tiempo para acá equipos que habían sabido mantenerse alejados de su órbita han caído. Primero fue el Junior en la final de 2004. En su momento se dijo que había sido un accidente, que no calcularon lo del uniforme alternativo y que por cuestiones de la transmisión de TV tuvieron que usar el de entrenamiento. Luego fue el Santa Fe, que recurrió a él con la excusa del homenaje a Bogotá en su cumpleaños. Le siguió, hace poco, Millonarios, también escudándose en conmemoraciones cívico patrióticas: que para unirse a la fiesta del bicentenario. El más reciente en pegarse a la #olaamarilla, ya sin tapujos, ya sin excusas, fue otra vez el Junior, que el domingo pasado saltó a la polisombrada cancha del Campín vestido de amarillo de la cabeza a los pies.
Habría que ver por qué tiene este color tanta popularidad. Tal vez tenga que ver con la atracción incosciente que este color ejerce sobre los que toman las decisiones de los clubes, tanto por su dimensión etílica como por su faceta erótico-cabalística. Nosotros, humildemente, nos atrevemos a sugerir que el auge del amarillo tiene nombre propio, el de un adelantado del fútbol cromático que debe estar asesorando en esta materia a los equipos, el gran James Mina Camacho