Una vez conoció la sanción de diez fechas sin entrar al estadio, hizo de todo para hacerle el quiebre. Terco como él sólo, trató de apelar, demandar, entutelar, pero nada. Después nos pidió prestado el Kokorikóptero, y aunque mucho lo intentó y mucho lo repotenció no logró que levantara su peso. Y no se dio por vencido: lo vieron trepado en el tejado del General Santander y mandaron a bajarlo y, de paso, a prohibir que se arrimara a las torres de iluminación. Luego, intentó, sin éxito, como supondrán, meterse en un disfraz de porrista. No sólo su figura desentonaba en el conjunto sino que estuvo a punto de sufrir lesión irreversible al intentar hacer el flic-flac. Cuando estaba a punto de darse por vencido, el consejo de un chamán lo salvó: debía convencer al indio motilón de cederle el disfraz.
La cosa no fue fácil: el indio argumentó que llevaba décadas siguiendo a su Cúcuta Deportivo y que por nada del mundo se iba a quedar en la casa. Pinto le dijo que se sacrificara, que era por una causa noble, que lo hiciera por su amado Cúcuta, pero el indio, terco como Pinto, no accedía a soltarle el plumaje. El problema radicaba en que no podía haber dos indios y que ni Pinto ni el motilón original estaban dispuestos (ni en condiciones por aquello de la figura) a estrenar la figura de la india motilona. Finalmente Pinto se acordó de un par de cámaras hipóxicas que tenía el garaje y convenció al indio de las infinitas posibilidades de relajamiento y recreación de ellas. El indio las probó una mañana de partido e inmediatamente aceptó. Pinto entonces se enfundó el disfraz y sin problema franqueó los controles de ingreso al General Santander y desde la gramilla dirigió a su equipo. No contaba con que días después una foto del indio sería examinada con lupa, como es la costumbre, por la unidad investigativa del Bestiario.