La euforia de los días felices de la selección Colombia a comienzos de 1994 dio para todo. Fue un referente, un Norte colectivo, todos querían acercarse, parecerse a ella y a sus integrantes. Esto hizo, por ejemplo, que los técnicos de los equipos del torneo local se matricularan en masa en las facultades de filosofía de sus ciudades, los volantes diez, por su parte, dormían frente a las tiendas naturistas a la espera del pedido de camomila para aclarar sus cabelleras y los asistentes técnicos ingerían cantidades industriales del alcohol con el anhelo en mente de parecerse a su similar jerárquico en la selección mayor.
Los hinchas no se quedaron atrás, tampoco «el Cole«, símbolo de la fanaticada del equipo de Maturana. Sagaz y pionero, el profesional de la mensajería barranquillero decidió comercializar franquicias de su personaje. En un computador con Wordstar redactó un manual de estilo y un decálogo de imagen y en los días libres que le dejaban los partidos del combinado patrio recorría el país capacitando nuevas generaciones de coles.
Por supuesto, el popular esteticista sabía que debía cuidar su negocio y elementos clave como la correcta distribución de las cuerdas y las poleas para evitar irse de bruces contra el cemento y el dato de la marca de témperas para pintarse la cara sin riesgo de intoxicación no fueron incluidos en el kit Happy Cole, como lo llamó. Esto hizo que los incautos que lo adquirieran terminaran convertidos en una especie de cole decafeinado, un cole versión freeware, como este hincha del Pereira. Para él y para todos los otros coles anónimos que a finales de los noventa surcaron nuestras gradas este pequeño pero sencillo homenaje