El fútbol tiene dos caras: la de las grandes estrellas con sus lamborghinis, palacetes y french poodles transgénicos contrasta con la de las penurias de miles de equipos y millones de jugadores a lo ancho del planeta considerados plaga para las centrales de riesgo de sus respectivos países. Colombia como bien sabemos no es la excepción. Si las mediciones para establecer el coeficiente de Gini que mide la desigualdad de un país incluyeran también las cifras del FPC seríamos reyes indestronables de este ranking.
Y esto es de vieja data. Desde el comienzo mismo del profesionalismo en nuestros estadios ha habido unos pocos muy boyantes mientras el resto vive a la caza de un mecenas o en la eterna tarea de convocar a las fuerzas vivas de la región para que, con un un patrocinio una rifa de bomberos o un bingo organizado por la liga de señoras elegantes puedan llegar a fin de mes.
Exponente de este último grupo era el Sporting de Barranquilla para mediados de 1991 tal y como se cuenta en este informe de Notivisión. Para entonces el fallido segundo equipo de Barranquilla ya era un enfermo termina al que le daban esporádicas e inocuas aspirinas en forma del delirante optimismo del DT encargado, Julio Romero, bombero del equipo y segundo en la línea de sucesión del papá de Maxi Flotta.
Pero ocurría que ese año fue el último en el que no hubo descenso. Así que las vacas flacas del equipo de Romero pastaron pese a todo con bastante confort y libres de angustias. Terminado el torneo al equipo que fuera la casa matriz del gran Chedy Devenish, se le aplicó la eutanasia en forma de venta de la ficha a empresarios cartageneros. No les dolió. Nadie lloró.