Seamos justos: ha habido peores que él. Llegó para el segundo semestre de 1994 con aceptables credenciales: aseguraba haber sido escogido como el mejor volante de su país, Chile, en 1993. Con pasos por Cobreloa, O’Higgins y Colo Colo, venía de hacer pretemporada con el Necaxa donde, dijo, «no llegamos a ningún acuerdo económico».
Llegó a un Santa Fe que, patrocinado por Konga, se salvó por un punto del descenso que en esa época era directo. Mostró uno que otro chispazo en la cancha, pero sobre todo en los micrófonos: «Creo que los niños deben conocer la filosofía de El Principito, porque es todo un legado de enseñanzas sobre la vida. Es una de las obras que construye y fortalece los valores humanos. Cuando la leí, sentí que aprendía lo necesario para defenderme en la vida», declaró a la revista del club. Una lástima que las enseñanzas del precoz personaje de Saint-Exupéry no le hayan servido a la hora de defenderse del hampa bogotana que, junto con Elías Correa, lo llevó de city-tour por algunos selectos cajeros de la ciudad pocos días después de haber desembarcado.
Pero el affaire «Principito» no fue la única vez que se destacó por su manejo de los micrófonos. Días después en una entrevista concedida a Deporte Gráfico pidió al periodista que titulara la nota «El chileno mágico». «Así me decían en Chile, porque dentro de la cancha siempre hacía alguna genialidad con el balón», explicó sin pudor. El reportero, que en el fondo de su corazón ya presagiaba la aparición once años después de un espacio como este, le hizo caso, pero no porque pudiera dar fe de sus condiciones, sino pensando en el divertimiento de futuras generaciones. Fuentes en Chile aseguran que sólo a partir de ese artículo a Ceballos se le conoció bajo ese remoquete.
Después de Santa Fe hizo escala en Universidad Católica, Everton, La Serena y Huachipato, entre otros. En todos los equipos en que estuvo desplegó su magia. Magia que, como todo lo esencial, era invisible a los ojos.