
Más que una agobiante sequía de títulos, si algo ha caracterizado a los equipos bogotanos en los lustros más recientes ha sido la gran cantidad de arqueros que, con sello de eternos suplentes, han nutrido la historia reciente de los clubes capitalinos. Por el azul no sobra recordar a «Roque» Lopez, Álvaro Anzola y Luis Fernando Sanchez mientras que por el rojo la cuota ha estado a cargo de Carlos Baquero (el arquero dentista), Fernando Hernández, Eulín Fabian Carabalí (por estos días afianzandose en su posición natural) y Armando Navarrete, aunque de este último, si vamos a ser rigurosos, habría que decir que más que suplente, lo suyo fue el frío cemento del puesto que en la tribuna se le reserva al tercero de los arqueros.
Como a todos los de su estirpe, a Navarrete siempre se le calificó como «un hombre de la casa»; varias temporadas en el Cóndor, filial roja por ese entonces, le valieron ser admitido en el plantel profesional de Santa Fe en calidad de tercer arquero a finales de la década de 1990. Su condición de tercer arquero le representó un puesto fijo en la tribuna, algunas esporádicas apariciones en el banco, una en la cancha en 1998 y algunas tardes en la sede administrativa atendiendo llamadas ante la ausencia inesperada de la secretaria. Era, al fin y al cabo, un tipo de la casa y como tal debía estar dispuesto a llenar cualquier vacante.
Cansado del frío cemento de occidental general, supo lo que se sentía ser titular gracias a la oportunidad que en el 2000 le brindara el ULA de Venezuela. No sólo supo lo que era ser titular, también supo lo que se sentía hacer un gol: un cabezazo suyo le dio el empate al ULA en las postrimerías de un anodino partido contra el Caracas. Terceron y segundón empedernido, a Navarrete se le había hecho realidad el sueño del arquero. Esto le daría energía suficiente para algunas temporadas más entre el banco y la tribuna: poco tiempo después, regresaría a Santa Fe.
Navarrete volvería a tener una oportunidad de renovar sus credenciales cuando ayudó desde el arco a empujar al Chicó FC a la división de honor del fútbol colombiano. Nuevamente titular en primera, en los pocos partidos que tuvo Armando con el Chicó no hubo goles de cabeza ni tardes memorables; hubo en cambio todo tipo de salidas a destiempo, barreras mal confeccionadas y cacerías de mariposas por doquier. Quedaba claro que titular de segunda es un buen suplente de primera. Terminada esta nueva incursión, se le perdió el rastro hasta comienzos de este año cuando se informó su vinculación al varias veces legendario Plaza Amador de Panamá. Recién llegado, Armando aseguró tener en sus arcas «más de 300 partidos profesionales» además de dos títulos con el «Chicot»(sic) de la primera B. No importaba exagerar las cuentas. Nadie que no fuera de nuestro equipo de redacción iba a revisar la prensa deportiva panameña. Además, necesitaba el dinero.
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