
En días como estos en los que el inquieto “Bolillo” ha sabido como volver a poner su nombre en la palestra pública, el Bestiario del balón –siempre interesado en colaborarle a los prohombres del fútbol colombiano– no podía mantenerse al margen de los acontecimientos. Es así como de un gigantesco cúmulo de disparates, delirios y salidas en falso del personaje en cuestión rescatamos éste, que no por su sonoridad fue más que muchos otros excesos del arrebolado técnico paisa. Simplemente, lo dibuja de cuerpo entero.
Más conocido como “Galeanito”, este crédito del popular barrio Manrique de Medellín irrumpió en el profesionalismo en 1984 en el Quindío de Genaro Cerquera, por ese entonces filial del Millonarios de Gonzalo Rodríguez Gacha. Su estancia en el Quindío fue corta: para 1985 ya engrosaba la nómina del Millonarios de Jorge Luis Pinto que disputó ese año la Copa Libertadores contra equipos paraguayos. Songo sorongo, sin mucho ruido y a punta de lo que en el argot se conoce como “laboriosidad”, “Galeanito” supo apoderarse de la banda izquierda del club embajador durante seis largos y truculentos años. Sin ser la gran cosa, el único antioqueño en la nómina titular del Millonarios de finales de la década de 1980, mantuvo siempre una regularidad importante, apenas para rendir sin tampoco llegar a sobresalir. Llegadas las vacas flacas a comienzos de los noventa, Galeano partió hacia Barranquilla junto con Arnoldo Iguarán para engrosar las filas del Junior en 1992 para regresar un año más tarde a casa. Idos los años de gloria de títulos y de Copa, “Galeanito” ya comenzaba a tener un cierto aire de reliquia viviente, de “último de los mohicanos” de un pasado de gloria que veloz se alejaba. Cansado quizás de ser visto más como pieza de museo que como jugador activo, a comienzos de 1994 Barranquilla y el Junior volverían a acogerlo.

«Galeanito», en sus años azules
Una vez más, sin mucho ruido y manejando un bajo perfil, Galeano supo consolidarse en la banda izquierda del Junior durante tres temporadas. Al cabo de tres años sólo había logrado reforzar ese aire anacrónico que ya traía cuando llegó a Barranquilla. Por eso fue mayúsculo el estupor cuando un buen día, aduciendo que había que aprovechar “que estaba en la ciudad” Bolillo recurrió a él en vísperas del partido contra Chile correspondiente a la eliminatoria para Francia`98. Algunos incautos le creyeron. Lo que parecía un arrebato más del desvirolado técnico paisa comenzó a preocupar cuando el afortunado “Galeanito” –que lo último que se imaginó en su vida fue pasar de ser uno más en la nómina juniorista a ser firme candidato a jugar el mundial que se avecinaba–apareció en la lista de los convocados para el siguiente partido contra Bolivia en La Paz. La excusa de “fue de afán, había que aprovechar que estaba en la ciudad” ya no funcionaba. Parecía que la excentricidad del siempre impredecible Bolillo se iba a prolongar hasta Francia. Galeano, por su parte, aprovechando su nueva condición de Ave Fénix se pegó al «boom» del recién ascendido Unicosta y llegó al equipo de Kike Chapman con el rótulo de figura. El nóvel equipo barranquillero fue el lugar escogido por «Galeanito» para esperar el llamado de la Federación a presentarse en Bogotá a tramitar su visa en la embajada francesa.
No se conoce en realidad el motivo, pero Bolillo desistió de su arrebato y “Galeanito” se quedó esperando la llamada y con las ganas de cruzar el charco por primera vez en su vida. A decir verdad, tampoco se conoce qué motivó a Bolillo a incurrir en tamaña excentricidad. Quizás una inmersión en el barrio Manrique buscando posibles nexos de juventud entre el laborioso lateral y el indómito técnico pueda arrojar algunas luces, labor que no corresponde a este humilde espacio.
A «Galeanito», por su parte, le quedó como premio de consolación el haber coronado album Panini. En efecto, su rostro recorrió el mundo como integrante de la selección Colombia que disputaría el mundial. Vaya uno a saberlo, su lamina bien puede estar hoy en día decorando la puerta de madera del armario –destino por excelencia de las laminas repetidas– de algún hogar finlandés.
Respuesto ya de las fortísimas emociones que acarrea una resurrección de ese nivel (a esta hay que sumarle el haber sido artífice del oscuro éxito del Unicosta cuando aseguró en Bogotá su permanencia en primera), Galeanito decidió regresar al Junior, en donde se reencontró consigo mismo y con la tranquilidad que sólo da el anonimato. Utilizando como trampolín su reciente cuarto de hora, emigró pocos meses después a Estados Unidos en donde, ahora si, todos creyeron que culminaría su carrera. Pero no fue así. En el primer semestre de 2004 el recién ascendido Chicó del también desvirolado Eduardo Pimentel tuvo a bien inscribir como refuerzo a un tal Hugo Galeano para la segunda mitad del torneo (no alcanzó a jugar). Fueron pocos, de verdad fueron pocos, los que se atrevieron a especular con que este era el mismo que hacía ya veinte años había debutado con el Quindío. “Es el hijo”, fue la respuesta que obtuvieron. Pero no, no era el hijo, era el padre cuarentón que sin reponerse del grave daño emocional causado en su momento por el Bolillo, errante regresaba y fuera de sus cabales mostraba la firme convicción de Reinaldo Rueda podría llegar a argüir, tal como lo hizo Hernán en su momento, que había que aprovechar que estaba cerca –en Bogotá- para colarlo en alguna convocatoria.
Con semejante palmarés, ¿cómo diablos no homenajearlo?
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