Cada vez es más raro en estos tiempos de torneos cortos, flexibilidad laboral y jugadores cuentacobristas encontrar casos de futbolistas de un solo equipo en toda su carrera. Bonner Mosquera, buen volante de Millonarios que habría podido tener mayor proyección de haber aprendido a parar el balón, estuvo a punto de ser uno de ellos.
Debutó en 1992, cuando las toldas azules recién se reponían de esa bomba atómica que fue el 7-3 que les propinó Santa Fe en el primer partido del año. Su carrera tuvo entonces una curva ascendente y alcanzó su pico más alto en 1995 cuando fue un habitué de las convocatorias del «Bolillo» y estuvo con Freddy León en la nómina de la Copa América de Uruguay.
Sonó religiosamente en todos los eneros durante por lo menos cinco años para irse al América, pero nunca pudo, o nunca quiso, no lo sabemos, abandonar su zona de confort. Estando en ella el mencionado ascenso de su desempeño de repente se detuvo, su rendimiento se estabilizó por la franja media y, en consecuencia, las ofertas de fin de año se hicieron cada vez más raras, más modestas. Hace poco confesó que el fútbol nunca fue su gran pasión, cosa que a muchos les bastó ver un partido suyo para intuir.
Consciente de que era ahora o nunca, a finales de 2000 y luego de que el clima organizacional del camerino azul se deteriorara, circunstancia de la que muchos lo señalaron como gestor, recibió una discreta oferta de Defensor Sporting de Uruguay que después de mucho meditarlo aceptó. No fue la transferencia que sacudió el mercado, ninguna rotativa tuvo que detenerse para registrarla.
En Uruguay no partió en dos la historia de la liga. Permaneció un año, lapso en el que Millonarios logró el único título internacional de su historia y el único oficial que obtuvo mientras Bonner fue jugador activo: la Merconorte 2001. Por supuesto, al regresar ese diciembre pitaron todos los detectores salinos del aeropuerto por los que pasó.