Todo cambió esa tarde de Nápoles con la inesperada devolución del «Coroncoro» Perea. Antes de aquellos sucesos, René Higuita había sacudido al fútbol -colombiano y del mundo mundial- por cuenta de un innovador gracejo que consistía en agarrar el balón con los pies desde su arco y llevárselo al tiempo que driblaba rivales hasta poco más allá de la línea de la mitad para dicha del público y mala cara de los cardiólogos que gozaban de un domingo libre. Miles pagaban la boleta sólo por ver dicha maroma teniéndoles sin cuidado el desarrollo o desenlace del partido. Gastroenterólogos, en cambio, recomendaban presenciarla como sustituto de purgantes.
Entre la primera vez que lo hizo, por allá en 1987 y el fatídico episodio del mundial italiano, mucho se especuló en el país con la posibilidad de que una de sus excursiones terminara con el balón en el arco contrario. Colombia entera fantaseó con este escenario y con la manera cómo se celebraría la hazaña. Hubo de hecho un momento en que se deseó con más fervor el gol de Higuita que ganar Miss Universo o que a Carlos Julio lo sacaran del estudio. Era tal el impacto de su revolucionario estilo, que por ese motivo fue bautizado «el Loco», incluso le alcanzaron a decir «el Show», apodo que heredaría el recordado Miguel Calero luego de que pasara lo que pasó.
Y es que tras la eliminación de Italia 1990 por cuenta de un fallido show, el mencionado anhelo se convirtió en trauma en cuestión de segundos. Y entonces la negación. Nadie quiso volver a poner el tema, todos negamos que éramos de un país que alguna vez quiso echarle en cara al mundo tener un arquero capaz de hacer goles con balón en movimiento sin dejar de ejercer su función. El show de René pasó a ocupar un lugar en la bodega de hechos vergonzantes de los que no se habla delante de la visita junto a la pérdida de Panamá y el fallido Mundial 86 (que, no obstante, sí se realizó).
Consciente de todo esto, Higuita, recursivo, varió su repertorio. Incursionó entonces en el cobro de tiros libres con bastante éxito. Pero antes, quiso darle una despedida digna al que había sido su sello. Fue en junio de 1991, en un amistoso contra el DIM en el Atanasio Girardot, poco antes de que la selección, ahora dirigida por el «Chiqui» García, viajara a la Copa América de Chile. Luego de intensas pesquisas, nuestra subdivisión de piruetas contraculturales y patrimoniales no encontró una ejecución más reciente que no fuera en partidos de despedida previamente libreteados.