Lo primero que hay que decir, para tener claro el contexto, es que Diego Luis Córdoba fue declarado, por unanimidad, persona non grata por los vecinos del barrio bogotano de Pablo VI por las ruidosas e improvisadas verbenas que de madrugada organizaba junto a algunos de sus compañeros de Santa Fe a comienzos de esta década.
Es de imaginarse entonces que en un personaje de este perfil (a quien los propietarios de licorerías de Teusaquillo estuvieron a punto de levantarle un pequeño, pero sencillo monumento en el separador de la calle 53) fuera proclive a incurrir en deslices. A nosotros, ni más faltaba, sólo nos interesa registrar los futboleros, como el que protagonizó a mediados de 2005 año en que, no sabemos si en la mitad de una laguna, olvidó su origen rojo para realizar una breve pasantía de cuatro meses en el rival de patio cuando a este lo dirigía un amigo de esta casa: Fernando «el Pecoso» Castro.
Seamos francos, el Diego Luis que llegó a Millonarios no era el mismo que en Santa Fe por las tardes truncaba avances rivales para después por la noche truncar el sueño de los vecinos de la unidad residencial de marras. De hecho, ya ni lo uno ni lo otro hacía. Era apenas una versión decafeínada y sin azúcar del volante que cinco años atrás fue la revelación cardenal.