Los arcos del Campín tienen algo especial. Son bien conocidos por espolvorear un misterioso polvo mágico sobre los arqueros visitantes que le ha permitido a goleros de muy mediano perfil como, diga usted, Roque Pérez, Agustín Granados, Williers Valencia o Lincoln Mosquera cuajar tardes inolvidables, partidos en los que todas y cada una de sus deficiencias fueron anuladas, sus escasas virtudes repotenciadas y así lograr, por noventa minutos, ser bien logrados émulos criollos de Gordon Banks.
Esto la mayoría de las veces. Pero ocurre cada tanto que el destino pone sobre los hombros de algún imberbe y las más de las veces asustadizo cancerbero la responsabilidad de evitar la debacle de oncenos que llegan al Campín de capa caída, pasando aceite. Y les corresponde hacerlo nada menos que en la capital de la república, en las narices de la gran prensa siempre lista a colgar pesados inris tipo «arquerito» como en este caso sobre las nuevas promesas que desentonan.
Así, mientras la providencia es laxa con sus compañeros de promoción y les entrega 20 partidos intrascendentes con velas en lugar de reflectores encima para que se coman todos los goles que se han de comer en su proceso de formación, para que salgan a destiempo a placer, se queden sembrados en la línea y reciban un gol por esto sin que tal desacierto signifique el fin del mundo o se cansen de puñetear al centro del área, los que hoy nos ocupan de repente ven como su sueño de pibe es inducido, llega prematuro y rápido se convierte, más bien, en la pesadilla del pibe.
Esa fue la historia de William Mosquera, que en 1988 tuvo que simular, junto a 5 compañeros más del Cúcuta Deportivo, intenso cólico menstrual y así terminar anticipadamente el partido una noche en que comenzando el segundo tiempo Millonarios ya llevaba media docena a favor. Le pasó a Yeisson Lizalda, el infante que al salir de una cita donde el pediatra fue informado de que sería el arquero del equipo sub13 llamado a sustituir a los titulares del Quindío del «Pecoso» renuentes a trabajar por falta de pago en abril de 2011.
Pero así como Mosquera supo aceptar este trauma en su trayectoria vital y sobreponerse a él para hilvanar una más bien discreta carrera, camino que también ha tomado Lizalda, quien hoy trabaja en compañía de un completo equipo de profesionales para superar el acto reflejo de relajar esfínteres cada vez que escucha «Campín», el protagonista de la nota, también del Cúcuta, César Velasco nunca superó el pantagruélico traspiés inicial. Lo goleó Santa Fe esa tarde en el Campín, cuando el Cúcuta era el Cúcuta que había hecho del fondo de la tabla su zona de confort en tiempos en que no existía el descenso y que tenía la fea costumbre de truncar proyectos de vida de jóvenes incautos.
De la donación de Diablo Americano.