N. de la D. Para el Bestiario es un motivo de inmensa alegría contar a partir de la fecha entre nuestros colaboradores con Andrés Salcedo. Gran periodista, incomparable locutor y ante todo, maravillosa persona.
EL ALARIDO DE LA JUNGLA (Reflexiones antropológicas en torno a Lucho Grau)
Dicen quienes los han enfrentado en el campo de batalla, que los gurkhas, los fieros guerreros de las montañas nepalesas, antes de hundir su puñal en la yugular de la víctima, lo aturden con un horrísono alarido que parece brotar de una grieta ancestral no cerrada de todo, que es como una fuga no reparable en la tubería genética, por la que aflora, resumido en un grito, lo más primitivo y primario de la especie humana.
Con una división de combatientes gurkhas en sus filas, el ejército británico ha logrado importantes victorias militares. La última de ellas, en los playones cenagosos de las islas Malvinas.
Los equipos de fútbol reproducen el modelo combativo del ejército británico: por este flanco, atacar con un escuadrón de soldados que hablan inglés de Oxford y se perfuman antes de cargar los cañones; por el centro, barrer las colinas con la meticulosa y aplomada soldadesca de Su Majestad; y, en la retaguardia, sembrar el miedo con el alarido de los últimos cazadores de la caverna.
Los gurkhas del fútbol también se limitan a obedecer la voz del instinto más antiguo, que se escapa por la grieta ya mencionada y les ordena salir a cazar, a depredar, a saltarle a la yugular al primer ser viviente que tenga el infortunio de cruzarse en su camino. A paralizarlo con un alarido, transformado, por la propia bioquímica del juego, en un codazo, en un patadón, en un escupitajo.
Claro, su formación militar es diferente a la de los temibles guerreros de Nepal. Se graduaron de matones en los ajustes de cuenta que son los partidos de fútbol callejero en nuestras ciudades.
A esos buscapleitos de barrio, el fútbol profesional les dio licencia para portar armas y les impuso las primeras insignias castrenses, con lo que, en la práctica, los autorizó para delinquir en público. Y en la tribuna y en el campo, se revivieron los viejos rituales del circo romano. El crujir de huesos pasó a ser parte de espectáculo, como en tiempos de Nerón.
En el fondo, a todos nos gustan esos matones que van sembrado selva por el campo durante los 90 minutos que dura un partido de fútbol, que, sin ellos, sería tan aburrido como una película donde todos tengan el alma buena.
Pero, bueno. Se supone que esta columna debía estar dedicada a uno de los personajes arriba descritos. Un deshumanizado guardián de la madriguera cromañona, que no desentonaría, ni en una horda de sádicos gurkhas, ni en ningún cruce de caminos de la Edad de Piedra: mi paisano Lucho Grau.
Aunque me comprometí con el director de este espacio a escribirle una nota llena de sarcástico veneno sobre Lucho, mi instinto cavernario me lo ha impedido. Lucho fue nuestro gurkha. Salió de nuestra guarida con el garrote en la mano, el brillo asesino en los ojos, un puñal en el sobaco y clavos retorcidos en los guayos. Y con el grito de la fiera primitiva pugnando por salir de su garganta.
¿Cómo podría explicar mi negativa a ridiculizar a Lucho, para que ustedes me entiendan y me disculpen?. Quizá si les cuento –o les recuerdo- un triste episodio de nuestra tragicómica historia latinoamericana.
Aburridos y berracos porque la mayor parte del dinero que los Estados Unidos enviaban como ayuda a la República Dominicana, gobernada por el corrupto y sanguinario dictador Trujillo, fuera a parar a las cuentas bancarias de su familia, unos senadores le preguntaron al entonces vicepresidente Richard Nixon (que tampoco le hacía ascos a las trampas y golpes bajos): ¿Es que no se ha dado cuenta de que Trujillo es un hijueputa?. Y Nixon, como yo ahora – perdón, otra vez, director- les respondió:
Ajá, sí, pero es nuestro hijueputa.
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