La narración posmoderna, sobre todo si de prosa se trata, se caracteriza, entre otras, por prescindir del tiempo lineal. Pasado, presente y futuro se barajan dando paso a la circularidad en el relato: hoy puede ser mañana, ayer ya fue pasado mañana. Pues bien, hasta hoy nos enteramos de que estas vanguardias literarias le apuntan a colonizar otras narraciones, en este caso la deportiva.
Javier Fernández, créalo o no, fue uno de sus abanderados. La prueba es este fragmento de narración del histórico gol de «Neco» Martínez contra Polonia en la gira «sparring» (o mirar y no tocar) que hiciera la selección de mayores días antes del Mundial de Alemania 2006, certamen del que fue eliminada con lujo de detalles. Como verán, sorprendido por la hazaña del buen «Neco», Fernández no quiso quedarse atrás y sacó de la manga su propio as narrando el gol de una forma nunca antes vista: en pretérito imperfecto para luego brincar sin despeinarse al presente subjuntivo, y de ahí si desbocarse en su empalagoso relato.
Una lástima que el buen Javier haya abandonado estas sendas de innovación para inscribirse, poco después, en una escuela tan retardataria como insoportable: la de los diminutivistas.
Fijarse en el segundo apellido de un futbolista puede sacar de apuros a un periodista con ansias de originalidad. Este fue el caso del reportero de turno, argentino, de El Gráfico, sospechamos, cuando se le encomendó la tarea de retratar al arquero colombiano de Independiente Farid Camilo Mondragón Alí. Luego de agotar todas las vías posibles para la consecución de un dragón, el comunicador recurrió al segundo apellido del guardameta y luego al viejotruco de la asociación libre: segundo apellido, Alí, Alí Babá, Turbante, árabe, alfombra. El resultado fue esta simpática postal que corre el riesgo de ser reciclada el día en que Arroz Roa decida probar suerte en el mercado argentino.
Ya instalado el tradicional santo y seña que era casi una comunión entre los jugadores de Millonarios, parecía que no iba a existir ningún sobresalto en las costumbres de este clan hasta que el argentino Daniel Tilger apareció. Debutó en Boca y al país llegó para el Sporting de Barranquilla en 1991, destacándose por sus dotes goleadoras en infinidad de equipos. También demostró su valía en Millonarios a finales de los noventa y tal vez entusiasmado por tanto cariño recibido, decidió hacer público el código que distinguía a la secreta logia.
En el Palogrande -qué mejor lugar para hacerlo, pensó Tilger- y tras marcar un gol al Caldas, pensó que Juan Carlos Henao, a pesar de no ser del mismo equipo, podía ser parte de este club de los cortapalos. Lo invitó cortésmente a hacer parte de esta cofradía haciéndole el santo y seña y fue Troya. Fue como si hubiera traicionado a todo el consejo manoverguista. El portero no supo qué hacer y los demás «miembros» se sintieron ofendidos por la generosidad de Tilger por convidar a alguien ajeno. La controversia no se detuvo y además de que el delantero argentino recibiera una larga sanción de la Dimayor por su hecho, el cónclave manoverguista decidió su expulsión inmediata de tal membresía.
Tilger se fue a su país y las levantadas carpas embajadoras guardaron silencio, hasta que la unidad investigativa del Bestiario del Balón recuperara el testimonio de sa noche de cisma interno en Manizales.
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Podría decirse que la sub20 de Eduardo «soy más emo que Diemo» Lara que por estos días disputa el Juventud de América se está rajando en todas las materias salvo una. Y una que, a la hora del té, poco importa. O mejor, sólo le importa a los fanáticos más enfermos y a los de la línea «Esteban Cortazar». Nos referimos al diseño deportivo. En este campo ha tenido buena acogida entre la afición la llegada de Adidas como proveedor de los uniformes de la tricolor en reemplazo del emporio ítalo-panameño Lotto. Todo esto sin importar que, según confirmó Mario Bros, se trata de un diseño provisional y que el definitivo sólo se conocerá hasta marzo.
Provisional o definitivo llama mucho la atención el parecido de este uniforme con el que luciera otra selección juvenil, esta sí llamada a ser recordada por varias generaciones: la de Luis Alfonso Marroquín en el Mundial Juvenil de 1985. Para esa época, Colombia, que ya había usado uniformes Le Coq Sportif, comenzaba una relación intermitente con la casa alemana. Todo empezó en plena eliminatoria al Mundial de 1986, cuando el equipo de mayores desechó sobre la marcha los uniformes que con mucho esmero había concebido la diseñadora bogotana Maria Elvira Pardo para pasarse a los importados de las tres rayas. Luego de un desliz con Puma en la Copa América de 1987, Adidas regresó para vestir a los mayores en la eliminatoria y en el Mundial de 1990. Los juveniles, entretanto, apoyaron la industria nacional luciendo diseños de marcas orgullo del eje cafetero como Comba -por el giro del balón, no por los díscolos hermanos- y Torino.
Entra a la casa y siente que su mujer está “oliendo a otro”.
Recibe llamadas amenazantes de las centrales bancarias cada dos horas.
Se pincha en El Pescadero y el repuesto está desinflado, mientras los niños lloran en la parte trasera del carro.
Le sale un vejigón en el dedo gordo y, por magnetismo maligno, no hace sino pegarse en la parte afectada.
Pero, por sobre todas las cosas, si su equipo se fue a la B y además le toca explicarle el fracaso a prensa, aficionados y directivos con ese gesto lastimero, casi colegial que uno a veces puso cuando los matones del curso querían montársela.
Moisés Pachón, en 1995, año en el que el Cúcuta descendió a segunda, mostró en toda su extensión, ese doloroso resquemor de alma que solo se describe con la expresión “Mal, hermano”.
Ricardo Lunari no solo le dejó gratos recuerdos y un subtítulo a Millonarios. También a Pablo Abdala, amigo personal del rosarino. La historia es bien singular. En su mejor momento, cuando el talento que desplegaba cada domingo lo elevó a la feliz categoría de Dios (e) azul, Lunari, seguramente consciente de que nada de lo que pidiera le sería negado, decidió recomendar traer de refuerzo a su compadre. Dicho y hecho, al mono había que complacerlo, días después del vistobueno de Ricardo, Pablo desembarcaba en Bogotá con una frondosa melena que denotaba una intensa -y seguramente secreta- admiración por Carlos Valderrama.
Tuvo suerte Abdala -que había militado antes en Rosario Central y en San Marcos de Arica-, pues llegó en tiempos de vacas gordas, fueron unos meses -de esos que poco se han visto en las últimas décadas por las toldas azules- en que todo salía, todo era armonía, tanto que hasta él encajó, rindió y celebró con su carnal el subtítulo de 1996. A esa altura, ya había decidido reinventarse y rebosante de amor propio se despojó de la melena (fuentes poco confiables aseguran que se trataba más bien de una peluca del Pibe y que fue sólo cuestión de quitársela y botarla a la caneca).
Como es bien sabido, Lunari fue pronto requerido de nuevo por la Católica de Chile y no pudo permanecer con el equipo de Prince. De nada sirvió la colecta que de muy buena fe hicieron los hinchas (confiamos en que pronto, vía wikileaks, se conozca el destino que tomó ese dinero). Pese a la partida de su mentor en canchas colombianas, Abdala -insignia de la selección palestina junto a José Simhon– decidió permanecer.
Pero por desgracia, en lugar de forjar con buen rendimiento un nombre y lograr así un lugar en el corazón de los hinchas, Abdala fue víctima del efecto Sansón y pronto entró en declive. Su logro más destacado en el semestre siguiente fue haber hecho parte del paquete de cuatro díscolos que Rafael Sanabria expulsó en un clásico capitalino en que Millonarios, con siete, perdió 0-1 frente a un Santa Fe con nueve (gol de Cristopher Moreno en el minuto 8 del segundo tiempo).
Fue licenciado días después en una de tantas podas que suele haber en Millonarios y abandonó el país. Regresó a Chile donde fue una especie de Ricardo Lunari -no tan fugaz, eso sí- de Cobreloa. Y con melena, cómo no.