En latinoamerica lo conocieron por sus merengues: bandas sonoras por excelencia de noches de excesos a punta de cocteles de aguardiente y hormonas adolescentes. En Colombia lo conocimos por sus tiros libres, su gambeta endiablada y por el desafortunado informe de un noticiero de finales de los noventa que lo mostró acomodando carros en un parqueadero cucuteño.
Parapetado tras el nombre de Armando Díaz y valiéndose del sugestivo apodo de “el Pollo” Sergio supo como dar rienda suelta a su siempre reprimida pasión por el balompié en los estadios del país. Incomprendido en su República Dominicana natal donde sus padres desde muy temprana edad lo obligaban a invocar a Lucifer para que le sirviera de inspiración en la composición de sus tonadas. Un picado informal que disputó en Cali durante una gira de comienzos de los ochenta fue suficiente para que un cazatalentos del Deportes Quindío que por casualidad atravesaba el parque escenario del cotejo fijara sus ojos en él. Lo que al principio parecía un disparate cuando el cazatalentos se acercó al jóven artista a preguntarle por las opciones que tenía contempladas para su futuro fue tomando fuerza cuando Sergio le respondió que estaba dispuesto a seguir una carrera futbolística paralela a la musical. El anonimato fue su única condición: el pacto que sus padres hicieron con el Principe de las Tinieblas para que lo inspirase en la composición e interpretación de sus melodías propias de la sala de espera del averno le impedía en la letra menuda utilizar su verdadera identidad en cualquier otra actividad pública.
Entre Nueva York e Ibagué, Santo Domingo y Armenia, Miami y Cúcuta durante un poco más de diez años Sergio vivió fines de semana inolvidables. Lleno a reventar el sábado en el Madison Square Garden el sábado y golazo de tiro libre en el General Santander en domingo ¿le podía pedir algo más a la vida este hijo de Villa Altagracia. No obstante, la dicha no duraría lo que quizás Sergio hubiese querido: una cosa es la garganta, que a punta de propoleo puede mal que bien puede sobreagüar varias décadas y otra cosa son las rodillas, los meniscos, los ligamentos cuya vida útil en el mejor de los casos no supera jamás los veinte años. A finales de la década de 1990 Sergio debió abandonar la actividad que le permitía llegar a la plenitud de su ser y continuar con aquella que sus déspotas padres le impusieron. No fue fácil esta coyuntura para el buen Sergio. Obstinado y aferrado a lo que lo hacía sentir pleno y feliz, Sergio llegó incluso a emplearse como valet parking en la capital nortesantanderana hecho que inmediatamente llamó la atención de la prensa nacional.
Algo desubicado y desmotivado, la energía que Sergio solía dedicar a sus magistrales ejecuciones de tiros libres y a sus jugadas de filigrana en el gramado decidió dedicarla a causas no menos nobles: el acueducto de Villa Altagracia.
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